Por el Lic. Aldo Abram, director del Centro de Investigaciones de Instituciones y Mercados de Argentina (CIIMA-ESEADE)
Publicado en Ambito Financiero el 11/10/2010
En el Congreso, se ha presentado un proyecto para obligar, a las empresas que tienen más de 300 trabajadores, a repartir parte de sus utilidades entre sus empleados. Si bien parece una propuesta que hace a la “justicia distributiva”, esta percepción es engañosa.
Por lo visto, ha calado hondo en muchos políticos e intelectuales el concepto de plusvalía, que se basa en que lo único que puede crear valor es el trabajo que hace el obrero. Entonces, la ganancia empresaria tiene que ser una detracción de lo que el trabajador ha generado. Suena bonito, pero no tiene sustento en la realidad; ya que se olvidaron que la mayoría de los emprendimientos fracasan. ¿Eso quiere decir que esos empresarios no supieron explotar a sus empleados? No. Significa que no tuvieron la habilidad para generar valor y, por ende, su actividad dio pérdida.
Para producir algo se necesita trabajo; pero también otros factores de producción. Por ejemplo, la tierra o el capital físico o monetario, que no es más que el fruto del trabajo que alguien ahorró, o el humano (tiempo y esfuerzo invertido en capacitación) o la tecnología (en cuya gestación intervino el tiempo, el conocimiento y/o el dinero). Todos ellos tienen una remuneración de mercado; pero, hasta acá, no tenemos asegurada ninguna actividad productiva que sea sustentable.
Por lo tanto, se necesita alguien, el empresario, que tenga la habilidad de ver una necesidad de sus prójimos y sepa sumar los otros factores de producción de tal forma de satisfacerla a un precio que los demandantes estén dispuestos a pagar, permitiéndole, además, obtener una recompensa (ganancia) por su tarea y asumiendo el riesgo de que algún error o contingencia diluya su esfuerzo y dinero invertido. Sería muy necio pensar que esto no implicó trabajo y no generó valor para la sociedad.
No cualquiera puede ser empresario; ya que demanda una combinación de visión, capacidad y audacia que es escasa. Sin embargo, para el progreso económico de una sociedad es fundamental que existan individuos con dichas aptitudes. Cualquiera sabe que lo que es escaso y necesario, tiene un precio alto. Así, llegamos a la conclusión de que los empresarios generan un alto valor para sociedad y que un sistema económico eficiente debe remunerarlos bien para incentivarlos a satisfacer las necesidades de sus prójimos y, además, crear puestos de trabajo para los que no tienen esa vocación.
Cuando alguien invirtió tiempo, esfuerzo y dinero en gestar una empresa, lo hizo para obtener una determinada ganancia; la cual fue mayor o menor según la habilidad de dicho emprendedor. Ese flujo de rendimientos esperados determina el valor de la empresa.
Si un legislador o funcionario obliga a una empresa a compartir sus ganancias con los trabajadores está confiscando parte del valor de la compañía; ya que, para ponerle un precio, habrá que restarle al flujo de rendimientos esperados lo que, en adelante, se les transferirá a los empleados. Según nuestra Constitución Nacional ni el PEN ni el Congreso pueden confiscar a un sector de la población para subsidiar a otro; aunque la Argentina tenga una larga tradición en este sentido. Por lo tanto, el Estado o los trabajadores deberían pagarles a los accionistas por esa participación en los beneficios; por lo menos a aquellos que ya han invertido. Es cierto que, si se aplicara para las nuevas empresas, no existiría este impedimento; ya que sus dueños tomarían la decisión sabiendo este nuevo requisito, lo que lo transformaría en una suerte de tributo.
Si los emprendedores, locales o extranjeros, que están ya trabajando en la Argentina y los que están evaluando hacerlo, observan que aquí se les puede sacar parte de lo que les pertenece, asumirán que ha aumentado la incertidumbre de hacerse de las futuras ganancias de su inversión. Por lo tanto, el valor esperado del fruto de su esfuerzo y dinero disminuirá, no sólo por el monto que se deba transferir a los empleados, sino también por el aumento del riesgo de que lo vuelvan a confiscar.
Conclusión, Como habrá menos inversión, será menor la riqueza a repartir, se crearán menos puestos de trabajo y el nivel de bienestar de todos los argentinos será más bajo. Lo más grave es que no solamente la “torta” será más chica; sino que, para incentivar a los pocos empresarios que se arriesguen a colocar su dinero en la Argentina, habrá que darles una “porción mayor”, o sea mayores tasas de rendimiento. Es decir, a la larga, tendremos una peor distribución del ingreso. Justo lo contrario que quieren obtener quiénes defienden este absurdo proyecto.
Esperemos que, entre nuestros legisladores, prime la cordura y no la demagogia, para que no terminen repartiendo pobreza.
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