Por Alberto Pontoni. Setiembre 2003
En los noventa, una nueva revolución tecnológica llegó a la agricultura a través de la utilización de semillas transgénicas u Organismos Genéticamente Modificados (OGMs), como se los denomina en la jerga técnica. En los últimos seis años el área cultivada con OGMs en el mundo se multiplicó 30 veces, pasando de 2 a 60 millones de hectáreas. EEUU, con 30 millones de hectáreas ocupa el primer lugar, seguido por Argentina con 14 millones de has. Entre ambos se reparten las tres cuartas partes del área sembrada con transgénicos a escala mundial.
La principal ventaja de las semillas transgénicas se relaciona con la tolerancia que desarrolla la planta frente a herbicidas o insectos. Esto facilita y abarata las labores, ya que en lugar de recurrir a múltiples y variados "remedios" para combatir malezas y otros elementos dañinos de los cultivos se aplica un herbicida de amplio espectro, como el glifosato, que "mata todo menos la planta con antídoto". Por otro lado, Argentina es líder mundial en siembra directa, una tecnología que se complementa con los transgénicos y que esta desplazando la tradicional arada, reduciendo el desgaste de los suelos.
¿Por qué tanta resistencia frente a los transgénicos a pesar de estas ventajas? Una importante razón reside en la creciente perdida de confianza del público en la biotecnología. Escándalos como el "mal de la vaca loca" han deteriorado la percepción de la sociedad sobre los organismos de control y el riesgo de los alimentos derivados de la biotecnología. Por otro lado, grupos económicos, principalmente europeos, interesados en frenar el desarrollo de esta tecnología están aprovechando la situación. De allí, la necesidad de distinguir el autentico movimiento conservacionista e, incluso, anti-globalización, de los lobbies de sectores retrasados en tecnología transgénica y de los interesados en el mantenimiento de los subsidios agrícolas, en permanente búsqueda de justificativos para el establecimiento de nuevas barreras a la importación de granos.
Los variados argumentos que se suelen esgrimir para fundar el rechazo de los alimentos derivados de OGMs pueden ser ordenados en tres líneas principales:
1. Evidencias pseudo científicas. A pesar de los frecuentes artículos de opinión adversos, la realidad es que "no existe informe alguno de incidente de toxicidad, alergenicidad o otra indeseable consecuencia de liberaciones de OGMs o del uso de alimentos derivados de OGMs". A su vez, frente a quienes sostienen la eventualidad de daños futuros no predecibles, cabe señalar que las evaluaciones de riesgo realizadas con el mejor conocimiento actual, que incluye toda la información científica disponible, no han detectado efectos negativos de largo plazo. Obviamente, estos análisis no son garantía de "riesgo 0", de allí la necesidad de permanentes revisiones (coincidente con las conclusiones del documento de trabajo "Percepción pública de los OGMs", elaborado por el Dr. Moisés Burachik, de la Secretaría de Agricultura).
2. Negocio de transnacionales. Sin duda, argumento cierto. La respuesta no debe ser cancelar el desarrollo tecnológico sino ponerlo al alcance de todos y que la innovación no pueda ser abusivamente aprovechada por unos pocos. El método adecuado para frenar el capitalismo individualista no pasa por la destrucción de los avances científicos sino, entre otros, por la revisión de las normas sobre propiedad intelectual.
3. Información al consumidor. El "etiquetado" no es solución, a pesar del legítimo derecho del consumidor a informarse. Es más, contribuye a transferir el proceso de decisión del Estado al individuo en asuntos complejos, en lugar de revertir esta direccionalidad. En este, como en otros temas, la forma de poner límites a los aspectos negativos de la globalización y el avance de las grandes corporaciones pasa por fortalecer el rol del Estado exigiendo regulaciones efectivas y confiables. Obviamente la participación pública fortalece el desarrollo democrático y debe ser estimulada, pero también resulta necesario difundir el conocimiento científico para evitar su manipulación.
El caso argentino
En nuestro país el debate se potencia atento la importancia del cultivo de soja, donde se concentra la tecnología transgénica. Argentina se ha convertido en un país soja-dependiente, lo que equivale a decir transgénico-dependiente. Actualmente, la mitad del área sembrada y de la producción agrícola corresponde a soja transgénica (13 millones de hectáreas y 34 millones de toneladas). Somos el primer exportador mundial de aceites y harinas de soja y el tercero en poroto de soja. Esta actividad le genera al país ingresos por 6.500 millones de dólares anuales, una cuarta parte del total de las exportaciones.
De allí, la importancia del debate sobre OGMs en Argentina, enriquecido con el aporte de nuevos argumentos. Entre otros, el cuestionamiento de la creciente concentración y tendencia al monocultivo de soja y la eventual perdida de mercados debido al uso excluyente de semillas transgénicas. Argumentos atendibles y que ameritan un análisis profundo e integral de nuestro sector productivo, en particular, del agrícola.
Indudablemente, el mercado es un orientador natural de la producción y el reciente boom de la soja puede ser fácilmente explicado por el diferencial de rentabilidad de este cultivo con la incorporación del paquete tecnológico basado en transgénicos y siembra directa. Sin embargo, existen riesgos y daños no contemplados por el mercado que podrían hacer variar sustantivamente la conveniencia de este modelo productivo.
El riesgo ambiental del monocultivo debe ser evaluado seriamente. Argentina, como frecuentemente ocurre en los paises en vía de desarrollo, ha sufrido y sigue sufriendo las consecuencias de verdaderos desastres provocados por la falta de control y planificación en el uso de los recursos naturales. El quebracho y, más recientemente, la pesca son dos ejemplos elocuentes de políticas de Estado ausente o cómplice.
Por otro lado, existe un riesgo comercial que también debe ser atendido. Nuestra producción debe adaptarse a las exigencias presentes y futuras de mercados, a los efectos de obtener mayores beneficios en nuestra política comercial. Si Europa se empecina en cerrar el acceso a los granos transgénicos debemos tener la flexibilidad suficiente para ajustar nuestra producción a las nuevas exigencias y no perder mercados.
En conclusión, el debate sobre el uso de transgénicos no aporta, por el momento, indicios científicos de riesgos para el ambiente o la salud derivados de la utilización de esa tecnología. Sin embargo, la soja-dependencia y la tendencia al monocultivo pueden llegar a producir severos daños económicos y ambientales. Corresponde aplaudir el accionar de los grupos conservacionistas que alertan sobre estos riesgos y propiciar su mayor participación en los ámbitos de decisión pública. Esta es una alternativa eficaz para sacudir la modorra de un Estado ausente y acotar su complicidad con diferentes grupos de poder económico.
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