Por Alberto Pontoni. Mayo 2003
En un reciente artículo ("La economía de especulación en la picota" publicado en La Gaceta de Económicas, mayo del 2003) basado en una investigación sobre el comportamiento de las principales firmas de Wall Street acusadas de vender "pescado podrido" a sus clientes, el Prof. Víctor Beker de la Universidad de Buenos Aires, destaca la forma y facilidad con que estas empresas han engañado y estafado a los ahorristas que confiaron en ellas.
Para ello, los timadores se sirvieron de las burbujas especulativas que afloraron en la década pasada facilitadas por la fuerte expansión de los fondos de inversión. Los administradores de esas masas de capitales líquidos, ávidos de colocaciones rápidas y rentables, canalizaron los recursos, principalmente, a empresas tecnológicas y paises emergentes. El objetivo era el financiamiento de los nuevos emprendimientos vinculados a la revolución de las telecomunicaciones o la necesidad de crédito de los gobiernos, originada en los tradicionales desequilibrios fiscales.
¿En donde reside la estafa y la corrupción de ejecutivos y gobernantes?
En el engaño y ocultación sistemática de la realidad. Toda burbuja especulativa requiere de buenas noticias, pues de lo contrario se desinfla inmediatamente. Cuando estas no existen hay que inventarlas para estirar el optimismo y permitir a unos pocos "vivos" salir temprano del juego, es decir, antes del estallido de la burbuja, haciendo fabulosas diferencias. Como es sabido, el colapso de las corporaciones tecnológicas, expresado en el desplome del Nasdaq, se produjo a fines del 2000 y la crisis de los emergentes fue precipitada por el default argentino un año mas tarde.
Esto es lo que hicieron los directivos de Enron, WorldCom, Xerox y tantas otras corporaciones, que recurrieron a maniobras contables fraudulentas, dibujando balances que mostraban ganancias y ocultaban perdidas mientras liquidaban sus tenencias accionarias antes del estallido de la burbuja tecnológica. Es más, el mismo presidente George Bush y su segundo, Dick Cheney, han sido involucrados en acciones de esta naturaleza cuando se desempeñaban como ejecutivos de grandes firmas.
Sin embargo, esto no hubiese sido posible sin la complicidad de los responsables de auditar las cuentas, como la firma Arthur Andersen y las calificadoras de riesgo y asesores de inversión, como Merrill Lynch. La justicia norteamericana comprobó este accionar delictivo y aplicó numerosas y severas condenas, pecuniarias y penales, tanto a los responsables directos de estas maniobras como a quienes las facilitaron.
Algo similar ocurrió con la burbuja financiera que se armó a través de la compra de bonos públicos de países emergentes. Las sucesivas operaciones de reestructuración de deuda a tasas cada vez mayores, que en el caso argentino se suceden desde el plan Brady hasta el Megacanje, permitían acumular fabulosos pero engañosos beneficios. El juego pasaba por deslumbrar a los inversores con ilusorias ganancias ocultando el carácter incobrable de la cada vez más voluminosa deuda externa que iban acumulando esos paises.
En pocos años el mercado internacional de bonos para países emergentes se multiplicó. De los 30.000 millones de principios de los 90 pasó a 300.000 millones a fines de la década.
Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en el ámbito corporativo, los responsables de las estafas perpetradas con la deuda pública de los paises emergentes no han sido juzgados y ni siquiera demandados. Comenzando por el principal responsable de auditar las cuentas públicas y guía de los inversores de todo el mundo, el Fondo Monetario Internacional.
En el caso argentino resulta más que evidente la connivencia, durante la gestión del ministro Cavallo a lo largo del 2001, de gurúes y medios de prensa vinculados a los sectores financieros que mientras se producía la retirada de los más "vivos", ganaban tiempo tratando de contener el desmoronamiento irremediable de las cotizaciones, proclamando un futuro venturoso para la convertibilidad y los títulos públicos.
Ese año salieron aceleradamente de la Argentina 20.000 millones de dólares que presagiaban el dramático final. Mientras esto ocurría, Ambito Financiero instaba a la compra de títulos argentinos teniendo en cuenta su excelente rentabilidad y el economista Miguel A. Broda ("¿Qué hace falta para superar la crisis? ", La Nación del 25.3.01) señalaba que la situación era delicada pero remediable, a través del nuevo equipo económico del ministro Cavallo, el otorgamiento de poderes extraordinarios y el impuesto a los débitos y créditos bancarios.
Cabe recordar que incluso algunos sectores del progresismo, tradicionalmente enfrentados a los grupos financieros, contribuyeron a levantar la ilusión de una salida posible para el país en el contexto del modelo vigente en aquel momento, a través de una alternativa de "ajuste equitativo".
En el juicio seguido contra Merril Lynch en los tribunales de Nueva York una prueba decisiva de la intención fraudulenta de esa empresa fueron los mensajes de los correos electrónicos de sus analistas que descalificaban privadamente las mismas acciones que recomendaban comprar "oficialmente" a sus inversores. De allí que junto con el Prof. Beker, cabe preguntarse: "¿Qué pasaría si se revisarán los e-mails privados de los analistas que aconsejaron invertir en bonos de la deuda argentina en 2001?"
Los ahorristas del mundo que compraron bonos argentinos deben comprender que fueron víctimas de una artimaña de la que resultaron beneficiarios grupos de especuladores financieros internacionales que se han servido o compartido beneficios con funcionarios de gobierno, organismos y firmas consultoras. Fueron usados para alimentar la espiral de la burbuja y han debido pagar un precio alto por su confianza en quienes preconizan pero no respetan las reglas del mercado, un tipo de hipocresía que en América Latina aprendimos a conocer hace mucho tiempo.