¿Es competitiva la industria nacional?
Seguramente gran parte de quienes se formulen esta pregunta responderán por la negativa. Sus fundamentaciones apuntarán, principalmente, al diferencial de precios o calidades con productos similares extranjeros. Los más inmersos en el proceso productivo pondrán el énfasis en el desfasaje tecnológico del sector manufacturero, la falta de capacitación o el espíritu poco innovador de nuestro empresariado. Sin embargo, en este como en tantos otros temas económicos, es necesario comenzar separando ideología de realidad.
A diferencia de lo que ocurre en otros paises, en la Argentina de los últimos 30 años se ha sembrado y difundido un sentimiento antiindustrial que ha sido sistemáticamente alimentado por funcionarios, centros de pensamiento liberal y medios masivos. Existe una especie de sensación de sospecha permanente sobre la industria y los industriales que se refleja en la reiterada recurrencia a términos descalificantes, tanto para el sector (ineficiente) como para los empresarios (rentistas, prebendarios, evasores).
El antiindustrialismo es una ideología transversal que en nuestro país encuentra sus raíces en el pensamiento conservador de origen terrateniente pero que suma adeptos en diferentes sectores de la sociedad, incluso entre núcleos progresistas. Por su parte, las dirigencias empresarias han contribuido a reforzar esta impresión a través de la paradójica complicidad o pasividad frente a las políticas que llevaron al desmantelamiento del aparato productivo nacional durante las décadas del setenta y noventa. Una clara manifestación de esa patología empresaria fue el aval otorgado a la gestión de Martínez de Hoz. Primó mas en el ánimo de la dirigencia empresaria el revanchismo antiobrero, expresado en el disciplinamiento u opresión social practicado por la dictadura militar, que la defensa de sus propios intereses estratégicos.
De allí, que en amplios sectores de la sociedad aún exista la convicción acerca de la falta de competitividad de la industria nacional y que su supervivencia se encuentra supeditada a las transferencias del campo, la sobreexplotación laboral o la evasión impositiva.
¿Es esta la realidad?
Competitividad micro y macro
En términos sencillos, la competitividad micro surge de la comparación de costos de bienes de calidad similar entre empresas diferentes. Si A fabrica escobas a $ 5 la unidad mientras que a B le cuestan $ 5.50, la conclusión es que A es más competitivo que B. Sin embargo, la medición se complica al momento de efectuar comparaciones con productos extranjeros ya que existen otros factores, principalmente el tipo de cambio pero también las condiciones de financiamiento y la existencia de diferentes subsidios, ajenos a la empresa y que dependen de las condiciones macroeconómicas del país. (En una ocasión un exportador argentino de maquinarias describió la desigualdad de condiciones financieras con que debía enfrentar a sus competidores europeos en terceros mercados con una frase sumamente gráfica e ilustrativa: "Ellos exportan un crédito y, de paso, te regalan una maquina").
En consecuencia, las condiciones de competitividad no dependen sólo del proceso productivo intra empresa (micro) sino también de condiciones extra empresa (macro).
La historia económica de nuestro país proporciona una sólida evidencia que puede servir de guía para una mejor comprensión de la dinámica de estos factores. Los ciclos expansivos del sector manufacturero fueron siempre impulsados por severas crisis externas o intervenciones públicas de carácter proteccionista. En situaciones de bonanza externa, de superávit de balanza de pagos, el peso tiende a valorizarse y la industria a retroceder.
La explicación de este evidencia hay que buscarla en las grandes ventajas comparativas del sector primario exportador, que le permiten seguir produciendo y exportando con niveles de tipo de cambio en que la producción industrial queda fuera de competencia. Esto fue lo que ocurrió durante la convertibilidad. A pesar de la apreciación del peso el sector agroexportador logró expandirse mientras que la industria se contrajo a niveles inéditos.
Este fenómeno genera una de las paradojas o patologías estructurales de la economía argentina: la bonanza del sector primario compromete la supervivencia del sector transformador. En otras palabras, cuando al campo le va bien la industria incuba una crisis. El mecanismo de transmisión de este remolino vicioso es el tipo de cambio, ya que el incremento de saldos exportables tiende a valorizar el peso y hacer perder competitividad a los sectores más sensibles y expuestos a la competencia externa.
De allí, que el desarrollo de la industria nacional se encuentre más ligado a factores que hacen a la competitividad macro, principalmente al tipo de cambio, antes que a otros de carácter micro. En consecuencia el problema deja de ser de eficiencia o comportamiento empresarial para transformarse en un desafío de la política económica.
¿Es posible quebrar este remolino vicioso?
Alternativas
Las opciones pasan, en todos los casos, por una intervención del Estado. En nuestro país, los principales instrumentos utilizados para evitar la asfixia de la industria por la sobrevaloración del peso han sido el monopolio del comercio exterior, las barreras arancelarias, el establecimiento de tipos de cambio diferenciales y los impuestos a las exportaciones (retenciones).
En el contexto actual resulta difícil pensar en mecanismos de control del comercio exterior y, por otro lado, los compromisos internacionales asumidos por el país dificultan o impiden la instrumentación de barreras arancelarias y tipos de cambio diferenciales. En consecuencia, el único instrumento viable es la imposición de retenciones a las exportaciones de productos con mayores ventajas comparativas, como los agropecuarios. Este mecanismo permite al Estado captar y redireccionar una porción del excedente generado por el sector primario y reducir la oferta de divisas en el mercado evitando la revalorización del peso. (Paradójicamente, las retenciones, al evitar la depreciación del dólar, contribuyen a aumentar el ingreso en pesos de los exportadores. Obviamente, este argumento no resulta convincente a los sectores tradicionales).
Obviamente, una política pro industrial no se agota en esta sola acción. La intervención en el mercado cambiario es una condición necesaria pero requiere ser complementada con otras medidas de asistencia, principalmente financieras.
Sin embargo, debe quedar claro que las transferencias de recursos al sector industrial no son subsidios destinados a compensar una tara particular de nuestros empresarios sino el costo necesario de industrializarse en un país que enfrenta una doble desventaja competitiva: la presencia de un sector dotado de extraordinarias ventajas comparativas (pero incapaz de brindar empleo e ingresos al conjunto) y la existencia de serias distorsiones en el mercado internacional.
Por Alberto Pontoni. Noviembre 2003
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