Economía y Estado

Las sociedades que esperan su felicidad de la mano de los gobiernos, esperan una cosa que es contraria a la naturaleza J. B. Alberdi


La actual circunstancia que vive el mundo en materia económica no es una novedad. En numerosas oportunidades nos hemos referido a esta cuestión. Y especialmente lo hemos hecho para señalar una y otra vez que el intervencionismo y el expansionismo monetario no conducen a otra cosa que a una escalada del problema.


En términos generales la posición ideológica en las cuestiones económicas se divide, hoy en día, entre los llamados ortodoxos y los considerados heterodoxos.

Los primeros tienden a considerar que para poder salir de la crisis lo que hace falta es proceder a ajustar los gastos en aquellos países en los que el endeudamiento ha llegado a niveles insostenibles. Los segundos estiman que una baja en los gastos a lo único que conduce es a una recesión y por lo tanto a mayores dificultades y a una crisis todavía mucho más grande.

A unos y a otros les asiste algo de razón. Bajar los gastos permite en principio reducir la tasa de endeudamiento cuando se trata de economías deficitarias. Pero también es cierto que gastar menos provoca una desaceleración del ritmo de la economía, una baja de la demanda de bienes y servicios que deteriora aún más la situación haciendo bajar los ingresos de los Estados y creando mayores déficit.


Consideramos que esta clase de análisis adolece de fallas bastante elementales. Trataremos de explicarlo brevemente.

Un país determinado se endeuda más y más como consecuencia de que gasta más dinero del que recauda. Este dato es objetivo y no admite dudas. Ahora bien, ¿cuando en una economía determinada se decide gastar dinero adicional se toma en cuenta la posibilidad futura de cancelar la deuda que se origina con mayores ingresos?

Existe un concepto en la teoría económica que es bastante elemental, y que es aquel de la optimización en el uso de los recursos. No solamente cuenta cuánto dinero se gasta, sino cómo y en qué se gasta. Y si ese dinero será o no recuperado y en qué condiciones y plazos.

Tomemos un ejemplo simple y cotidiano. Supongamos que invertimos en un negocio cualquiera. Por ejemplo un kiosco. Incurrimos en una serie de gastos que esperamos cubrir con la ganancia que nos deje el negocio luego de un determinado tiempo de funcionamiento. Los primeros tiempos son duros, luego sobreviene el beneficio si las cosas funcionan como esperábamos. ¿Hacen esta clase de cuentas los Estados soberanos?

Por supuesto que un Estado no es un negocio y la perspectiva de obtener beneficios es bastante más compleja y tal vez de largo plazo. Si decidimos gastar en computadorizar el sistema educativo, por ejemplo, es porque esperamos mejorar el nivel de educación para que en un lapso de una o dos generaciones podamos contar con un material humano de gran calidad que mejore sustancialmente nuestra productividad. Es eso lo que generará una mejora en los ingresos generales. Así llegarán capitales y se harán inversiones aprovechando la mano de obra de alta calificación. Es un ejemplo que tomamos.

Veamos otro ejemplo tal vez un poco más gráfico y directo. Si para llevar a cabo un trámite determinado, como por ejemplo renovar un registro de conducir, debemos invertir 4 horas en un día laborable, estamos restando esa cantidad de horas a nuestro trabajo. Si imaginamos que en el año unos 5 millones de personas renuevan su registro, tenemos 20 millones de horas de trabajo perdidas en un sólo trámite. Si ese trámite nos llevara la mitad de ese tiempo, podríamos trabajar en el año 10.000.000 de horas más. Esas horas equivalen a 1.250.000 días de trabajo de 8 horas cada uno para una persona. 5.208 años si tomamos los días hábiles en torno de los 240 por año.

En términos generales cuando en el mundo se habla de ajustar o no las economías, lo que está queriendo decirse es que se seguirá gastando lo mismo o que se gastará menos. Lo que no se ataca ni considera es qué se hará con la eficiencia. Si un Estado gasta una determinada cantidad de dinero para que la población renueve su licencia de conducir, pero el tiempo del trámite se reduce a la mitad, la mayor eficiencia es de una evidencia conmovedora. Se nos dirá que el trámite en general lo pagan quienes solicitan el documento en cuestión. Digamos que es así al menos entre nosotros, pero es un costo que la Nación paga como tal. No poder ocuparnos de nuestras obligaciones laborales reduce la productividad y por ende incrementa los costos.

Estos ejemplos que damos pueden multiplicarse por miles. Y son vistos en todo el mundo. No estamos, por cierto, hablando de la Argentina en particular aquí.

Entonces, tanto la posición de los llamados ortodoxos, como la de los llamados heterodoxos, adolece de una falla de origen: no considerar la calidad y sólo detenerse en la cantidad.

Para decirlo de otra manera: si seguimos gastando lo mismo pero nos volvemos el doble de eficientes, estaremos reduciendo el gasto a la mitad sin haber restado un solo peso del presupuesto. Por supuesto que esto dicho linealmente y suponiendo una equivalencia absoluta. Pero sin duda que la relación es directamente proporcional.

Pero insistimos: ¿alguien ha visto que analistas y opinólogos hagan verdadero hincapié en el uso adecuado de los fondos? Nosotros confesamos que muy rara vez.

Pongamos las cosas de otro modo. Grecia y otros países están en situación crítica porque durante años han gastado de más y no pueden pagar sus obligaciones. Ahora se determina un ajuste que consiste entre otras cosas en reducir los sueldos de quienes se desempeñan en la administración pública. Esta gente, disconforme, rendirá menos y los tiempos administrativos tenderán a incrementarse como consecuencia de la disconformidad, las huelgas, las protestas, etc. La recaudación a su vez caerá más todavía.

La visión heterodoxa de que no debe reducirse el gasto también enfrenta la misma cuestión. Si venimos gastando mucho y mal y no hacemos nada para mejorar la calidad del gasto, seguiremos gastando mucho y mal. Si hasta ahora no pudimos dejar de endeudarnos más y más, tampoco dejaremos de hacerlo en lo futuro, dado que no estamos cambiando nada como para que eso ocurra.

Por lo tanto probablemente lo que habría que hacer es, como siempre ocurre en la vida, un poco de cada cosa. Mirar en qué gastamos, llevar adelante auditorías independientes, hacer eficientes las gestiones y reducir el tramiterío y la burocracia.

A estas alturas es probable que alguno de nuestros amables lectores estén pensando que tal vez creamos haber descubierto la pólvora. En absoluto. Cualquier economista sabe lo que aquí con nuestras largas o cortas luces tratamos de explicar. Y nos atrevemos a pensar que los políticos también en general lo saben.

¿Por qué entonces no se encaran las soluciones lógicas mediante planes de mediano plazo que permitan ir corrigiendo el exceso de gasto improductivo haciendo eficientes las economías? Porque es más fácil crear la ilusión de que son los políticos quienes vienen a sacar las castañas del fuego ayudando a los que no pueden o dicen no poder, creando el llamado Estado de bienestar, y buscando congraciarse con los votantes mediante la benevolencia y la caridad.

En términos generales, y por nuestra larga experiencia al menos, los políticos no hacen las cuentas para ver cómo y quién pagará los gastos y las deudas. El caso argentino es un dato incontrastable. En pocos años se eliminaron 13 ceros de la moneda nacional, sufrimos el “rodrigazo”, la salida de la “tablita cambiaria”, el “desagio”, el “plan Bónex”, el “corralito”, el “corralón”, la “pesificación asimétrica”, la apropiación de los fondos de las AFJP, la aplicación de impuestos exorbitantes a las exportaciones, y general un sin fin de “festivales de bonos” tendientes a seguir pagando y pagando a como dé lugar el gasto creciente para mantener la ilusión del bienestar. Ello sin contar el hecho de que por dos veces dejamos de pagar cifras de miles y miles de millones de dólares de deuda externa, contraída justamente para seguir solventando el excesivo gasto. Y como frutilla de la torta, un 25 o 30% de inflación anual acumulada según datos de provincias como Santa Fe; inflación que tiene su origen en la emisión de dinero espurio para financiar el gasto público.

Hablamos de la Argentina porque es lo que mejor conocemos todos. Los políticos se vanaglorian de dar planes de ayuda, asignaciones por hijo, electromésticos, computadoras, etc. Todo eso no es más que un certificado de pobreza para gran parte de la población. Se recurre a la caridad para ayudar al supuesto o real necesitado, con lo cual la necesidad se hace crónica y el problema sigue sin resolverse. Es increíble pero los políticos se jactan de su fracaso, porque el éxito sería que nadie necesitara recurrir a la caridad pública, no que cada vez más gente la requiera.

En la Argentina todo debe ser gratuito o muy barato. Apenas se produce una suba estacional del precio del tomate, por ejemplo, aparece un funcionario archiconocido (verdadero mono con navaja) a prohibir su venta. Y una reciente encuesta en la ciudad de Buenos Aires arroja que un 50% de la población cree que la inflación se combate...¡controlando los precios!.

Por eso los políticos apuntan para ese lado. Porque la gente “compra” eso. Una especie de cuento de Hadas, el reino de Nunca Jamás, claro está.

Tales o cuales servicios pueden y deben prestarse, pero no son gratuitos. Alguien los paga.

Cuando se subsidia al transporte, por ejemplo, el Estado se hace cargo de la diferencia en el precio del boleto. Es decir, ¡no es que el boleto no suba de precio, sino que el Estado paga la diferencia!

El conflicto de intereses, que es el título de este comentario, está originado entonces en el choque que existe entre la cultura política que sabe que repartiendo planes y ayudas se consiguen votos, y el hecho de que tales planes y tales ayudas cuestan muchísimo dinero, que suma “gasto” y origina endeudamiento cuando los recursos no alcanzan. Y cuando los recursos alcanzan, se gastan en eso y no en llevar adelante obras que mejoren la eficiencia y por ende la productividad.

Si algo ha sido constante en Europa en este último medio siglo es la política del beneficio, de la cobertura social, de la ayuda y la protección a desocupados o marginados. Lo cierto es que ninguna cobertura o protección resulta finalmente gratuita y los Estados soberanos deben pagarla de algún modo. De lo contrario, como ha ocurrido, el endeudamiento crece a niveles insoportables hasta que finalmente sólo queda la opción del default, dado que la variante devaluatoria (tan común hace unos años) quedó prácticamente eliminada por la adopción de una moneda común. Los gobiernos europeos en general, y los socialistas en particular, han promovido hasta el hartazgo la idea de que se podía vivir indefinidamente gastando más de lo que se puede. Esa responsabilidad es esencialmente política. Es la política y sus representantes los que una y otra vez se presentan como los buenos y generosos que se oponen a la fría ley del mercado. Pero cuando se produce el desastre, amables lectores, la culpa no es de ellos, sino del capitalismo salvaje. Y últimamente de la globalización, que no deja de ser la consabida división internacional del trabajo y que nada tiene que ver con el gasto excesivo e improductivo.

La Europa generosa y dadivosa, (especialmente fronteras adentro, porque a los inmigrantes los destrata de manera inhumana, quizás porque no votan) no es un producto de la libertad de comercio, sino de la decisión de los gobernantes de llevar adelante el Estado de bienestar sin medir los gastos. Esto es lo que ocurre también en la Argentina, aunque con un claro sesgo populista. El conflicto que señalamos lleva pues a la inexorable necesidad de pagar la fiesta. En eso están los europeos (y también los norteamericanos, aunque su gasto excesivo tenga razones bastante diferentes), y pronto estaremos también los argentinos.

HÉCTOR BLAS TRILLO Buenos Aires, 1º de octubre de 2011

ECOTRIBUTARIA

ECONOMÍA Y TRIBUTACIÓN

www.hectortrillo.com.ar

Una buena administración permite reducir la carga tributaria. La auditoría fiscal brinda un reaseguro de gran importancia.

Una segunda opinión, nunca está demás.