Si nos guiamos por los dichos de los funcionarios del gobierno tenemos en la Argentina un problema moral gravísimo de parte de empresarios, sindicalistas, productores agropecuarios y, en general, todos nosotros como sociedad. Excepto los políticos que nos gobiernan, que por el contrario se trata de elegidos e iluminados bondadosos y geniales defensores de la ética en estado puro.
Parecería ser, entonces, que el problema inflacionario (supuesto que se lo reconozca) es una consecuencia de malos hábitos, de la angurria de algunos, de las “avivadas” a las que alude demasiado a menudo la presidenta en sus apariciones públicas; y en cuestiones tales como la puja distributiva o las eternas y recurrentes conspiraciones.
Según el discurso oficial, prácticamente no hay sector de la sociedad que no tenga responsabilidades en el desastre que con rapidez increíble se avecina. Pero no los gobernantes.
Todos; banqueros y productores, supermercadistas y sindicalistas, periodistas y opositores políticos, resultan ser los responsables. Todos, menos tú, como se dice en España.
A estas alturas el sofisma es tan evidente que, excepto en los sectores más fanatizados que llegan a aplaudir las devaluaciones que lleva adelante un gobierno que dijo mil veces que no devaluaría; o que incluso vivan un aumento irrisorio a los jubilados anunciado con bombos y platillos por parte de una presidenta que parece haber perdido definitivamente el rumbo; todos, en realidad, parecen haber comprendido definitivamente que lo mejor es ponerse a salvo. Y esto incluye en nuestro modo de ver a los propios gobernadores e intendentes oficialistas, amén de legisladores de diversas provincias y también nacionales.
El jefe de gabinete se ha vuelto literalmente insufrible en sus idas y venidas acusatorias, en sus contradicciones con el ministro de economía, y en sus ditirámbicos entreveros verbales intentando aclarar que ahorrar es cosa de avaros pero en realidad también lo es de virtuosos.
Volvamos a poner una vez más las cosas en su lugar. La inflación es un fenómeno monetario y es responsabilidad de los gobernantes contar con una moneda sana y confiable.
Si analizamos los dichos de todos y cada uno de los funcionarios oficiales, desde la presidenta para abajo, encontraremos un discurso calcado del que en otras épocas hemos visto y oído demasiado. Todos, como decimos, aparecen como responsables de los aumentos de precios, que son “injustificados”, “excesivos”, “especulativos” y un sinfín de calificativos por el estilo.
El discurso, o más bien el relato, es lapidario: la cuestión inflacionaria, supuesto que fuera reconocida (y no lo es), es responsabilidad de la sociedad, que debe generar conductas acordes a las esperanzas del gobierno, enfrentarse y controlarse a sí misma, defenderse y “cuidar” que no la estafen comerciantes o gremialistas; empresarios o ruralistas; supermercadistas o banqueros.
¿No es llamativo que en toda esta retahíla no aparezca el punto fundamental de la desconfianza y la presión sobre los precios, que no es otro que el manejo político de la moneda? Todos los precios, todos los “acuerdos”, todos los márgenes de ganancia, toda la “cadena distributiva”, todo, absolutamente todo, se fija en pesos. Pero no se dice una palabra sobre la política monetaria. No se habla oficialmente de si tal política tendrá por casualidad algo que ver en lo que pasa con los precios. ¿No sienten, amables lectores, que algo se les ha quedado en el camino a los funcionarios oficialistas?
Pues bien, la causa de la inflación es monetaria. Y la moneda la emite el gobierno, acá y en todas partes del mundo. La razón de ser de la inflación es monetaria, y no se trata de que los argentinos somos ovejas negras. Transferir la responsabilidad es lo corriente entre los políticos. Pero los políticos, llegado el caso, también son ovejas negras, dado que son tan argentinos como nosotros.
Tenemos dos elementos claros y definidos en la formación de los precios de una economía: los bienes y servicios de un lado, y los pesos del otro. Y los funcionarios hablan de los precios y de la gente que los establece o los paga; pero no de la moneda.
Es como si en lugar de pesos se utilizaran como referencia de valor pedazos de papel de diario, digamos. Un gobierno dice que las cosas tienen que valer determinados pedazos de papel, y la sociedad debe aceptar, defender, y, llegado el caso, denunciar, a quienes no aceptan recibir esos papeles de diario en contrapartida de los bienes que entregan.
La realidad es bien simple. La Argentina carece de moneda porque el gobierno se ha encargado de destruirla. Se le ha quitado la autonomía al Banco Central cuando fue echado el anterior presidente, Martín Redrado. En su lugar se designó a la señora Marcó del Pont, quien en irresponsables declaraciones iniciales fijó la pauta: “la emisión de moneda de ninguna manera es inflacionaria”. Junto a esto, el gobierno y sus principales voceros se cansaron de repetir que el Banco Central no debía ser autónomo, sino responder a las necesidades políticas y al “modelo”. Al mismo tiempo que se avanzaba sobre la Carta Orgánica, se determinaba disponer de las reservas para pagar la deuda externa. La elocuencia del absurdo ha sido tan grande que llama la atención que solamente unos pocos hubieran levantado la voz lo suficiente.
La función del Banco Central es la de conservar el valor de la moneda. Lo es por ley, pero además por necesidad pública. No es atender los caprichos políticos.
Así las cosas, no menos de 30.000 millones de dólares se destinaron a pagos de deuda externa, dejando a los pesos sin respaldo. Al mismo tiempo, la señora Marcó del Pont ponía en práctica su aserto: la emisión no es inflacionaria. ¿Conclusión? Está a la vista.
Ahora el gobierno echó a esa señora y puso en su lugar a un técnico de reconocida trayectoria y aceptado en general en el mercado como una persona seria y responsable. ¿Se sabe exactamente por qué se hizo este cambio? ¿Nos hemos preguntado a qué se debe semejante giro si todo venía fenómeno y el Banco Central se ocupaba de atender las necesidades del “modelo”?
Entendámonos. No es que algo haya cambiado, porque como se sabe políticamente acá manda Cristina Fernández, y lo que ella decide se hace y si alguien no le gusta se lo despide y a otra cosa. De manera que el señor Fábrega, nuevo presidente del Central, no tiene casi margen de maniobra.
Pero, insistimos, ¿cuál es la causa del cambio? Respuesta: el estrepitoso fracaso de la improvisación y cuando no de la desidia monetaria.
Aclaremos el punto de la moralina: en un Estado de Derecho la gente no tiene por qué ser buena, mejor o peor, solidaria o dadivosa. La economía funciona dentro de la ley y con independencia de tal o cual consideración personal sobre virtudes y defectos. Lo que sí corresponde es que cada uno se ciña a la ley, que pague sus impuestos y que cumpla con sus obligaciones como ciudadano. Punto.
Esto de apelar a conductas, comportamientos y buena fe parece bastante absurdo. Lo que hace falta es una moneda sana. Durante la llamada “convertibilidad” se había acabado la inflación en el país. La razón de ello es la utilización de una moneda seria como referencia. Más allá de que un sistema de ese tipo es insostenible en el tiempo si hay diferencias entre la productividad de nuestro país y el país de origen de la moneda de referencia, lo cierto es que mientras se sostuvo la convertibilidad no hubo en la Argentina especuladores, angurrientos, pujas distributivas, márgenes de ganancias “excesivos”, ni nada que se le parezca.
Está muy claro entonces dónde está el problema. Porque el país era el mismo, la gente era la misma, la cadena distributiva también. Los empresarios ídem y los sindicalistas también.
En realidad, pensamos que el gobierno busca torpemente a quién echarle la culpa de sus desaguisados monetarios. Porque de otro modo la presidencia del Central no se hubiera cambiado, ni se hubiera devaluado la moneda luego de tantas maldiciones echadas por la señora de Kirchner sobre los “devaluacionistas”.
El cambio de rumbo incluye la apertura muy parcial del cepo cambiario, luego de dos largos años de sostener que los argentinos debíamos ahorrar “en pesos”, de una manera francamente infantil.
¿Cómo es posible que se piense que para que los hábitos de ahorro cambien lo que hay que hacer es obligar a la gente a cambiar? ¿Cómo alguien en su sano juicio puede creer que es necesario obligar a la población a ahorrar en pesos si eso es lo que conviene hacer?
L a moneda ha sido destruida por la negligencia, la impericia y la improvisación. Atributos claros y contundentes de personajes que habían sido presentados como “brillantes” y demuestran todos los días una increíble ineptitud.
Un comentario final sobre la emisión de moneda sin respaldo. En el último año la expansión monetaria estuvo en el orden de los 100.000 millones de pesos. Netos quedaron unos 70.000 millones. Casi un 35% del total del circulante. En diciembre la masa monetaria se expandió un 12%.
Ciertos voceros del gobierno han sostenido que mientras por ejemplo en los EEUU se emite dinero y no produce inflación, acá la cosa no funciona de la misma manera por culpa de “los empresarios”. La falacia es llamativa.
Una moneda sana se construye luego de un largo período de seriedad y autonomía del Banco Central. Sólo luego de 20, 30 o 40 años de ejercicio responsable de la política monetaria permiten dar confianza a la gente en pedazos de papel con un número que dice que valen tantos pesos, dólares o lo que sea.
Cuando esa confianza se ha logrado, una emisión adicional no lleva a la gente a volcarse masivamente a gastar los billetes provocando presión sobre los precios. Esa es la diferencia entre lo que ocurre en EEUU y lo que pasa aquí.
Digámoslo claramente. No es que la emisión no provoque inflación allá en el Norte. Sino que provoca una inflación mucho menor a menos que, claro está, se desmadre definitivamente.
Si pensamos que en 1971 una onza de oro costaba 35 dólares y hoy por hoy ronda los 1.400, está claro lo que queremos decir.
HÉCTOR BLAS TRILLO Buenos Aires, 5 de febrero de 2014
www.hectortrillo.com.ar
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