A estas alturas está muy claro que el gobierno nacional ha iniciado un acelerado proceso de ajuste con el objeto de lograr financiamiento e intentar mejorar las cuentas fiscales. Es verdad que muy desordenadamente, y en algunos casos de manera improvisada y con idas y venidas realmente contraproducentes. Pero lo cierto es que está intentándolo.
Desde la salida de Marcó del Pont y su reemplazo por Juan Carlos Fábrega en el Banco Central, la política monetaria se ha enfocado a la reducción del circulante mediante la suba de las tasas de interés y la colocación de deuda (Lebacs). Al mismo tiempo, la nueva conducción aceleró de manera sostenida la devaluación de la moneda, que como sabemos tuvo su punto culminante en la segunda quincena de enero.
Por otra parte, se obligó a los bancos a bajar sus activos en moneda extranjera hasta un máximo del 30% de su patrimonio, con lo cual se logró la estabilización del tipo de cambio, e incluso una cierta baja del mismo, que se sostiene en el tiempo como consecuencia de la liquidación de la cosecha gruesa que se avecina y que generará un importante ingreso de divisas por exportaciones, básicamente de soja.
Es evidente que la línea impuesta por el Banco Central es mucho más profesional y permite ganar tiempo. Pero la verdad es que si simultáneamente no se sanean las cuentas fiscales todo el esfuerzo será inútil.
Es cierto que la suba de tasas de interés con el dólar estable cerca de los 8 pesos (para simplificar nos referiremos a esa moneda en particular, aunque el efecto es similar para cualquier otra moneda fuerte) genera por un lado la venta de dólares para colocar los pesos a interés, y por el otro esa oferta de dólares presiona a la baja el tipo de cambio. A su vez, el Banco Central “seca” la plaza de pesos, al colocar Lebacs, lo cual contribuye a frenar en parte el ritmo inflacionario.
En estos momentos la tasa de interés para operaciones con letras del Banco Central ronda el 30% anual, lo cual significa que si el dólar se mantiene estable está generándose una ganancia en esa moneda en torno de ese porcentaje, mientras en el mundo las colocaciones en moneda fuerte se hacen a tasas cercanas a cero. Bajar o sostener el tipo de cambio tiene entonces un costo muy alto: por un lado las tasas de interés que paga el propio Banco Central, y por otro lado la merma en la seguridad patrimonial de los bancos, que ahora ven mermadas sus posiciones en moneda fuerte para resguardar su patrimonio.
El efecto tasas de interés elevadas versus dólar quieto es lo que en otras épocas se denominó “bicicleta financiera”, que de este modo recobra fuerzas y plenitud.
En su conjunto, estas medidas enfrían la economía, indudablemente. E incentivan la bicicleta financiera: vender dólares, colocar pesos a un plazo determinado, y al recuperar el dinero con los intereses, volver a comprar dólares. La vieja y conocida historia.
Pero no queremos ser injustos con el presidente del Central, cuyo profesionalismo nadie discute. Lo cierto es que lo que ha hecho es ganar tiempo. Es obvio que si la tasa de inflación sigue más o menos alta, el tipo de cambio estable no habrá de sostenerse demasiado tiempo. También es cierto que cuando venzan las letras que coloca el Banco Central, éste deberá poner moneda en circulación para pagar las altas tasas que ha pactado, lo cual a su vez azuza el ritmo inflacionario.
En verdad, se trata de una sábana corta, con un alto costo, que permite, como queda dicho, ganar un poco de tiempo.
El problema central está en el ajuste de las cuentas fiscales, que hoy por hoy son absolutamente deficitarias y son la causa de la gran emisión de moneda que a su vez empuja hacia arriba la tasa de inflación.
La otra forma de financiar el déficit es la obtención de créditos en el mercado internacional. En este aspecto y de manera más o menos desordenada, el gobierno está intentando cicatrizar viejas heridas. Arreglar el índice de precios de acuerdo con el FMI; intentar cerrar amigablemente el reclamo de los llamados “fondos buitre”; abonar a la española Repsol un resarcimiento económico por la confiscación; o buscar una forma de entendimiento con el Club de París, son movimientos que apuntan en la dirección de hacer “buena letra” para volver al país más confiable y de tal modo obtener préstamos a tasas no tan elevadas como las que comentamos más arriba.
También es posible reducir el déficit, como es lógico. Para eso están estudiándose mecanismos de reducción de los subsidios a las tarifas de los servicios públicos (electricidad, agua, gas, transporte). Estos subsidios insumen hoy por cifras multimillonarias que llegan, según algunas estimaciones, a unos 170.000 millones de pesos anuales. Naturalmente, esto se paga con dinero del erario, que proviene de los impuestos o de la emisión de moneda, que es la generadora de la inflación y por lo tanto el llamado “impuesto más injusto de todos”. Dicho de otro modo, está estudiándose una vez más la manera de dejar de socializar las tarifas y que cada uno pague lo que consume.
Quizá colateralmente es necesario destacar que la reducción de subsidios constituirá un ahorro para el Estado, y no un ingreso adicional para las empresas prestadoras. Quitar subsidios no equivale a aumentar las tarifas en el sentido de un mayor precio para el prestador. Podría decirse entonces que es, lisa y llanamente, una suba de impuestos.
Fácil es colegir que este tipo de medidas bajarán sostenidamente el poder de consumo del salario.
Y ya que estamos, no podemos dejar de traer a cuento que el gobierno nacional está presionando a los gremios y a las cámaras empresarias para que en las negociaciones paritarias se establezca un techo “razonable”. Es decir que por un lado se intenta la reducción o quita de subsidios y por el otro se busca que los salarios no aumenten tanto. Al mismo tiempo, los salarios en dólares están hoy mucho más bajos que hace un año, justamente por la persistente devaluación de la moneda. Y bajar los salarios mejora la competitividad internacionalmente.
Y precisamente en cuanto al mercado externo, siguen las restricciones a las importaciones y las limitaciones a determinadas exportaciones. Como se sabe, prácticamente para todo hay que pedir permiso y pasar el “filtro” de la Secretaria de Comercio, que es el organismo encargado de intentar asegurar que las divisas habrán de alcanzar para importar los insumos indispensables. Especialmente la energía en forma de combustibles líquidos, gas y electricidad, que se importan por valores que alcanzan los 12.000 millones de dólares anuales.
Si bien desde el gobierno nacional existen marcados pruritos para llamar a las cosas por su nombre, está bien claro que estamos enmarcados en un esquema que ya hemos vivido en otras oportunidades: por un lado la “bicicleta financiera”, y por el otro el ajuste del salario hacia la baja. Inflación creciente y recesión por enfriamiento de la economía en general y baja del poder adquisitivo de la población en particular.
Hace varios años que el gobierno nacional viene hablando de incentivar el consumo, cosa que efectivamente ha hecho. Se ha incentivado el consumo de gas y electricidad, con tarifas tan bajas que llevaron claramente al despilfarro, a la falta de inversiones y finalmente a la necesidad de importar miles de millones de dólares de energía. También se incentivó e incentiva el consumo de productos con precios congelados o “acordados”. Ni qué hablar del tipo de cambio, que durante varios años ha incentivado de manera increíble la compra de paquetes turísticos. Y así podríamos seguir. El incentivo del consumo ha sido visto y explicado por la presidenta Cristina Fernández como un círculo virtuoso, al cual deberían contribuir los empresarios sosteniendo los precios y realizando inversiones adicionales para satisfacer la demanda creciente.
La verdad es que en la práctica esto no ha ocurrido de esta manera. Las inversiones sólo llegan si se ofrecen garantías de estabilidad y seguridad jurídica. Lamentablemente esto no existe en la Argentina. Por ejemplo: se ha prohibido la remisión de dividendos al exterior, se han confiscado empresas, se han prohibido importaciones de insumos, se han limitado exportaciones, se ha amenazado explícitamente al grupo Techint. Nada de esto contribuye a generar aquel “clima de negocios” que tanto le ha molestado al ministro Kicillof. A su vez, con un tipo de cambio “oficial” absolutamente desconectado de la realidad durante estos últimos años, resultó prácticamente imposible esperar que alguien trajera dólares para invertir teniendo que convertirlos a pesos a un valor absolutamente ilógico.
El resultado es este. Hemos vivido durante estos años por encima de nuestras posibilidades, gastándonos los ahorros a nivel macroeconómico, para decirlo de algún modo. Nos quedamos sin energía, sufrimos el marcado deterioro del transporte público, dejó de funcionar la telefonía celular, etc. Esta es la realidad que ahora habrá que ajustar, que es lo que ningún político quiere hacer.
Pero, también indica la experiencia que cuando el ajuste no se hace ordenadamente desde el Estado, ocurre por sí solo de manera desordenada.
Una cosa es bien cierta: ajustarse a la realidad será doloroso, pero es el único camino para frenar la inflación y restablecer el orden en el mercado. No hacerlo, será más doloroso aún, y probablemente desemboque en una altísima inflación con recesión, grandes conflictos sociales y baja de la calidad de vida de manera sostenida. Cabe tener presente que la falta de inversiones provoca de por sí una caída del nivel de vida. Si comparamos la situación en materia tecnológica con Chile o con Brasil, por ejemplo, esto puede percibirse claramente.
En estos momentos estamos, pues, en una suerte de impasse, con un gran esfuerzo del Banco Central, con un costo muy grande, y con la imperiosa necesidad de que el ministro de economía haga los deberes en las cuentas fiscales. Si no se hace así, tendremos una vez más que los favorecidos por la “bicicleta” se alzarán con la diferencia, mientras el hombre común (todos nosotros) deberemos soportar las consecuencias del ajuste más atroz: el que se hace solo, sin que nadie pueda controlarlo.
Por más que luego se le eche la culpa a quien sea, como suele ocurrir.
ESTUDIO
HÉCTOR BLAS TRILLO Buenos Aires, 7 de marzo de 2014
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