En términos económicos es una obviedad decir que cuando un producto se vende a bajo precio, aumenta la demanda, al tiempo que cuando pretende venderse a un precio elevado, la demanda disminuye. En sentido opuesto opera la oferta. Aumenta cuando el precio es alto, y baja cuando el precio es bajo.
Entre esos dos extremos existe un punto de equilibrio, que es aquel en el cual la demanda y oferta coexisten, por así decirlo, en un plano de tranquilidad y acuerdo. Es el punto óptimo para las dos partes, para la demanda y para la oferta.
Los factores que determinan la demanda de un bien son muchos. En realidad son tantos como personas conviven en una sociedad determinada. Si bien hay datos básicos, como la necesidad de comer para sobrevivir (por ejemplo), los elementos que determinan la elección de una comida u otra son de una diversidad prácticamente infinita. Y con productos que no son de primerísima necesidad (y con demanda más elástica), la diversidad es aún mayor. Por eso cuando se intenta establecer un modelo y se incluyen variables en una computadora, nunca se incluyen todas porque es imposible. Ello aparte de que las preferencias de la población son dinámicas y se modifican cotidianamente. Justamente por eso la economía es la ciencia de la escasez pero también es una ciencia social, que no se basa en el racionalismo o la abstracción de la matemática pura. Es imposible conocer a priori las reacciones del conjunto de opiniones dispersas que conforman la comunidad.
Ciertos productos de consumo masivo en otras épocas, hoy tienen demanda cero. O bien porque ha evolucionado la tecnología, o bien porque han cambiado los hábitos de consumo. Este comportamiento afecta a bienes y servicios. Nadie compraría hoy azúcar o leche sueltos, de igual manera que a nadie le interesaría un televisor en blanco y negro.
Cuando los funcionarios deciden intervenir en la economía pretenden, de una manera más o menos evidente, modificar los hábitos de consumo de la gente. Y en el otro extremo de la ecuación, también pretenden cambiar los hábitos de producción.
Dejando de lado aspectos de la ideología política según los cuales la gente necesita primero un techo y luego un televisor y que suelen chocar con la cruda realidad de que mucha gente prefiere lo contrario; hay interferencias cotidianas de los funcionarios en la elección de las personas. Desde siempre los impuestos distorsionan los mercados y pueden modificar ciertas preferencias de consumo. Pero la intención del Estado no es que los impuestos de un producto cuyo consumo se supone desea desalentar, sean tan altos como para que el bien en cuestión deje de venderse totalmente. Ello así porque si esto ocurre, por un lado desaparece la fuente de trabajo y producción, y por el otro el ingreso impositivo para el propio Estado. Eso es lo que ocurre con el tabaco, por ejemplo.
Generalmente se buscan argumentos de desaliento de consumo que en realidad pretenden generar más recursos para el Fisco. Pero este tema excede el marco de las reflexiones que intentamos hacer ahora.
Cuando el Estado decide intervenir en el sistema de precios altera las condiciones del mercado porque altera el punto de equilibrio entre oferta y demanda. Si establece un precio máximo, tal precio estará necesariamente por debajo del de mercado (de lo contrario carece de lógica fijar tal precio máximo), y al ocurrir esto, la demanda se incrementa y la oferta tiende a disminuir. Esto lo hemos dicho muchísimas veces, sin encontrar un eco medianamente razonable, lamentablemente. Lo mismo ocurre cuando se ponen trabas a las importaciones. Tales trabas podrán ser impositivas o no. A veces se fijan barreras llamadas para arancelarias para limitar el ingreso de bienes (cupos, controles sanitarios, topes intercambiables, etc.).
Obsérvese que al fijar un precio máximo se pretende favorecer al consumidor, cosa que al final no ocurre; al mismo tiempo que cuando se fija un arancel elevado de importación o se traba la misma por distintos factores, el consumidor resulta desfavorecido. En este segundo caso el argumento es que así se protege la industria o la producción nacional, con lo cual mejora la oferta laboral.
Tanto en un caso como en el otro los resultados son, sin embargo, ampliamente desfavorables para el habitante común. Los precios máximos generan falta de oferta, escasez consecuente, mercado negro, y toda la gama de dificultades conocidas. Y la aparente o real generación de empleos que originan los cierres de importaciones, lleva a la producción de bienes de baja calidad y altos precios, justamente por la falta de competencia externa.
Acá a su vez hay un punto digno de resaltar, que es el de la llamada apertura indiscriminada de importaciones . En la Argentina se ha fijado un tipo de cambio en los tiempos de la llamada convertibilidad y también ahora. En aquellos años, la demanda de bienes importados crecía pero el tipo de cambio se mantenía fijo por imperio de la política económica seguida. Mantener fijo el tipo de cambio, es decir el precio de la divisa, cuando la demanda de ésta aumenta para poder adquirir los bienes importados, es una forma obvia de salir del punto de equilibrio entre la oferta y la demanda. En verdad, si la demanda de dólares aumenta, el precio de los mismos debería haber subido. Por no hacerlo, la competencia externa dejó de ser una competencia de mercado para pasar a ser una competencia desleal, por así decirlo. El error cometido ha sido imperdonable. Pero tal error no es haber abierto la economía. No es una apertura indiscriminada la ocurrida en la Argentina, ni en tiempos de Menem, ni en tiempos de Martínez de Hoz. Es una apertura con fijación del tipo de cambio, que no es la misma cosa. Por eso fue que los bienes importados resultaban demasiado baratos. La diferencia se pagaba con endeudamiento externo para mantener el llamado uno a uno . Endeudamiento externo que fue votado año a año en el Congreso Nacional por los representantes del pueblo, la mayoría de los cuales siguen hoy en funciones legislativas pero renegando de ese pasado y culpando a otros. Esos mismos representantes fueron los que vitorearon el pelito al campo del default de Rodríguez Saa.
Actualmente el modelo es del llamado cambio competitivo . Como también hemos señalado tantas veces, hablar de cambios competitivos significa confesar que no somos competitivos si no recurrimos a artilugios monetarios. El artilugio monetario del cambio competitivo es tan artilugio como el de la convertibilidad. El precio del dólar se sostiene alto no por decreto, sino comprando dólares con emisión de moneda adicional. Es que fijar un precio máximo por encima del de mercado es absurdo, como decimos más arriba. Por lo tanto acá sí resulta necesario recurrir al odiado mercado para lograr el objetivo propuesto. Es decir, emitir moneda para incrementar la demanda de dólares y que el precio no caiga. ¿Esto produce consecuencias no deseadas? Sí, claro. Así como la convertibilidad generaba demanda adicional y endeudamiento externo, el precio elevado de la divisa deteriora los ingresos en moneda dura de los habitantes del país y obliga al Estado a mantener bajos los precios de los alimentos y del petróleo, fundamentalmente. Todo el mundo sabe lo que cuesta la nafta en Uruguay o en Brasil. Pero si aquí valiera tal precio el descontento sería generalizado, por decir lo menos.
La fijación de precios máximos por debajo de los de mercado incluye la utilización de subsidios y desgravaciones impositivas. El Estado interviene así en el transporte o en el precio del gasoil por ejemplo. Subsidiar un producto no significa que éste valga menos sino que la diferencia de precio la paga toda la sociedad, lo utilice o no. Los subsidios son un motivo más de distorsión, como también son un poderoso elemento del poder político.
Un elemento más que nos interesa señalar es el de que la fijación de precios políticamente desalienta la producción de bienes mucho más todavía que la falta de un mercado. Es decir que cuando un bien resulta menos demandado porque el consumidor deja de utilizarlo o consumirlo por la razón que fuere, no desalienta tanto la inversión como cuando se fija el precio. Es que en el primer caso el fabricante intenta llegar al consumidor mediante modificaciones y mejoras a sus productos, en tanto que el segundo no le queda otra que lobbiar o desensillar hasta que aclare . La incertidumbre que genera el intervencionismo político, tiene un elemento adicional para contemplar: cada vez deja más de ser incertidumbre, para pasar a ser una genuina certidumbre. Si ciertos elementos se dan (suba internacional de precios, aumento de demanda local, baja de producción, etc.) el Estado intervendrá. Cómo y cuánto lo hará siguen siendo factores desconocidos.
Los problemas de escasez generados en los últimos años con la carne, los lácteos, los combustibles líquidos, el gas, etc. tienen la impronta del intervencionismo que estamos describiendo. Es obvio que nada de esto hubiera ocurrido si no se hubiera impedido funcionar al mercado aceptando la suba de precios internacionales. Pero, claro, el punto aquí es que si el Estado no hubiera mantenido el dólar alto, no hubiera sido posible aplicar retenciones a las exportaciones primarias y no habría superávit fiscal. Porque el camino de la reforma del Estado para convertir a la Argentina en un país eficiente ha sido abandonado al parecer de manera definitiva.
El efecto inflacionario es una consecuencia de esta política. El Estado emite moneda para comprar dólares caros y que no bajen de precio. El Estado impide importaciones. El Estado pretende fijar precios máximos con lo cual los bienes desaparecen o pasan al mercado negro o a marcas sustitutas. El Estado interviene entonces cerrando exportaciones, lo cual repercute aún más en la producción de los bienes afectados. Y en la inversión para producir los mismos. Ello afecta posteriormente la oferta de tales bienes, y de trabajo en la producción de ellos.
En este trabajo hemos pretendido ser descriptivos y no avanzar sobre intencionalidades de tipo político, al menos dentro de lo posible.
La sensación que se tiene es que los controles, regulaciones, intervenciones y racionamientos seguirán su marcha rampante.
Sin duda alguna existen, en el contexto que estamos describiendo, motivaciones políticas de inocultable gravedad. Si bien el logro de un superávit fiscal hace a la sanidad de las cuentas fiscales, el ahorro de los fondos mediante el funcionamiento de un fondo anticíclico es indispensable. No parece ser ésta la cuestión en discusión. Del mismo modo, la acumulación de divisas es presentada como una especie de panacea del respaldo económico y financiero. Sin embargo, una buena parte de tales divisas está sustentada en el endeudamiento a tasas elevadísimas, dado que el gobierno nacional persiste en sostener la política de emisión de moneda para rescatar excedentes de divisas, para luego retirar los pesos emitidos y canjearlos por LEBACS y NOBACS esencialmente.
La intervención en el INDEC ha dado por tierra con toda credibilidad en las estadísticas. Y no sólo en las que se refieren a los índices de precios. Este tipo de actitudes rayan la desidia más que la inmoralidad. Porque tal como lo dijo en su momento la entonces senadora Kirchner en una visita a España, si los índices de precios reflejan incrementos menores, esto se traduce en un ahorro en los ajustes por CER de los bonos públicos. Acá tenemos por un lado la falacia de suponer que existe un ahorro genuino a partir de la mentira, cuando en verdad el supuesto ahorro se traslada a las tasas en general y por eso entre otras cosas sube el riesgo país. Por el otro la confesión lisa y llana (al menos es lo que parece) de que los índices son alterados adrede. Cuesta creer semejante confesión y nos resistimos a hacerlo.
Cuando se pretende medir la calidad de vida es necesario tener presente que los bienes que se venden a bajo precio deben existir y ser accesibles para todos. Porque de lo contrario podrán reflejar valores inamovibles en los índices oficiales, pero no corresponder con la obvia contrapartida de estar disponibles. Si los bienes no están para todos, los precios oficiales son teóricos. Esto ha ocurrido varias veces en nuestro país, especialmente en los años 50, 70 y 80.
Cualquiera que sea la política económica elegida y más allá de las opiniones personales, debe tener la impronta de la previsibilidad. El principal factor que desalienta las inversiones y el ahorro es la inestabilidad jurídica. Podrá debatirse si las empresas de servicios públicos deben ser del Estado, o entregadas en concesión, o directamente ser privadas. Podrá discutirse si los capitales a invertir deben ser nacionales o extranjeros. Si hay áreas específicas a manejar por el Estado y cuáles. Si los impuestos deben ser a los consumos, a las ganancias o al capital. Todo puede discutirse. Lo que entendemos debe estar fuera de discusión es que la arbitrariedad no conduce a nada bueno. Si los precios están sujetos al ánimo de los funcionarios, lo mismo que las posibilidades de exportar, o de importar, etc., estamos en el peor de los mundos: el de la incertidumbre. El de la anomia.
La incertidumbre jurídica viene de la mano de la creencia de que los precios pueden ser fijados por el Estado. Porque esa es la base del intervencionismo. Y la fijación de precios por el Estado parte del error básico de creer que a un precio que no sea el de mercado la demanda podrá ser satisfecha.
Si bien hay toda una escuela que supone que el cierre de fronteras permite industrializar al país, en realidad lo que ocurre es que se genera una industria obsoleta, de mala calidad y atrasada tecnológicamente. Atraso al que contribuye el tipo de cambio alto, porque encarece la importación de tecnología.
Todas estas reflexiones parten de nuestra observación de la realidad. La persistencia en el error incluye el suponer que el intervencionismo es la causa del crecimiento ocurrido en estos años, cuando en realidad tal crecimiento fue posible a partir de una quita impresionante en el patrimonio de personas y empresas (por la devaluación y el llamado corralón), sumándole a ello la infraestructura existente antes de la recesión, y el precio favorable de las commodities proveniente del exterior.
Buenos Aires, 20 de enero de 2008 HÉCTOR BLAS TRILLO
ESTUDIO
HÉCTOR BLAS TRILLO
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