Blog de Hector Blas Trillo

Subsidios en Argentina

Las distorsiones que existen en la Argentina en el andamiaje económico, tributario, financiero y administrativo luego de más de 70 años de populismo en sus diversas variantes son inmensas. Intentar comenzar a corregirlas es un trabajo ímprobo, inconmensurable. Porque siendo como es la economía una ciencia social, las reacciones que pueden esperarse de parte de productores o consumidores de bienes y servicios, son muchas veces imprevisibles.


Trataremos de analizar aquí breve y exclusivamente del problema de la energía eléctrica, y muy en particular de las medidas anunciadas por el ministro del área energética hace algunas horas.




Más allá de las dificultades oratorias del ministro y del entramado increíblemente denso y burocrático de la normativa, cabe antes que nada hacer algunas reflexiones generales

Ningún sistema que implique subsidios, que hoy eufemísticamente se denominan “tarifas sociales”, puede ser establecido PARA SIEMPRE.

Debe apuntarse siempre a corregir las causas que dan o dieron lugar a la necesidad de subsidiar, para salir de esta clase de esquemas que generan dependencia política y hasta humillación.

Además, cualquier formato de subsidio que fuera necesario debe aplicarse caso por caso, mediante relevamientos de campo, y no a través de parámetros generalizados como los que la nueva normativa ha establecido (dos sueldos mínimos, monotributistas sociales, autos con más de 15 años y cosas por el estilo). Es necesario tomarse el trabajo de ir casa por casa, como en un censo, y relevar la situación de todas las zonas afectadas, que esencialmente comprenden en este caso el conglomerado urbano de Buenos Aires y sus alrededores, ya que en el Interior muchos de estos subsidios directamente no existen, lo cual de paso sea dicho constituye una inequidad insólita ¿En el Interior la gente necesita menos los subsidios, o en Buenos Aires no se necesitan tanto? Estamos en el mismo país ¿no?

También hay que considerar que la generalizada idea de que quien más consume debe pagar más que proporcionalmente atenta contra la ley de oferta y demanda y castiga al que más gasta para cubrir de ese modo y favorecer al que está subsidiado, el que a su vez consume más porque en definitiva le sale más barato.

Es como si dijéramos que vamos al quiosco a comprar un paquete de pastillas que cuesta 10 pesos, pero como nos vamos de viaje pedimos una caja de 100 paquetes, y entonces el quiosquero nos cobre a razón de 15 pesos el paquete porque consumimos mucho, en lugar de por ejemplo hacernos un descuento por cantidad.

En la Argentina existen más de 18 millones de personas que reciben alguna forma de subsidio directo, es decir, prácticamente la mitad de la población. ¿Por qué ocurre esto?, son preguntas que deben formularse.

Ocurre porque toda esa gente (dejando de lado distorsiones y subsidios inútiles a gente que puede pagar pero que fue incluida en sistemas subsidiados por fallas gravísimas en la instauración de tales sistemas), gana poco dinero. ¿Y por qué gana poco dinero? Porque la productividad es muy baja, esencialmente. Y por qué razón es muy baja la productividad? Porque no hay inversiones o producción suficiente. Y por qué razón: porque todos los sistemas vigentes hasta hace muy poco de controles de precios, cepo cambiario, cierre de exportaciones, limitaciones de importaciones de insumos, arbitrariedades de funcionarios sobre márgenes de utilidad, prohibiciones de girar dividendos, confiscaciones de empresas (como Repsol) y AFJP, apropiación de las reservas del Banco Central y un sinfín de etcéteras llevan a que nadie quiera arriesgarse a invertir en el país. Si alguien invierte para que luego los gobernantes le fijen precios, cupos, topes, márgenes, salarios, y todo lo demás, realmente no parece ser una buena decisión hacerlo.

Que tanta gente deba ser subsidiada de alguna forma, no es un éxito, es un fracaso. Y que deba serlo sine die, no es terminar con la pobreza, sino anquilosarla.

Volvamos a la energía eléctrica. Durante varios años las tarifas en la Capital y alrededores fueron congeladas por razones políticas. Varias veces se intentó corregir en parte este verdadero dislate mediante la supresión de subsidios en determinados barrios, como queda dicho, o el “renunciamiento” de quienes quisieran. También se iban a enviar formularios a los domicilios para que la gente expresara si necesitaba seguir siendo subsidiada y los motivos por los cuales consideraba que fuera así.

Todos sabemos en qué quedó todo esto. En prácticamente nada.

Pero es importante tener en cuenta que el gobierno anterior tenía plena conciencia del problema. Y lo mismo ocurría con el gas domiciliario, donde se aplicaron normas que hicieron subir tarifas hasta un 500% durante 2015 si no se ahorraba hasta un 20% del consumo del año anterior.

Al país le falta un programa integral sobre los aspectos que mencionamos al comienzo (economía, finanzas, impuestos, administración de la cosa pública) y todo esto debe ser atacado, definido, consensuado.

Salir con un programa de subsidios selectivos sobre bases de datos frías metidas en sistemas computadorizados oficiales no es una buena elección. Y mucho menos producir incrementos tarifarios casi sobrenaturales. Somos conscientes de que las tarifas son ridículas, pero tampoco podemos pasarnos al otro lado de un día para el otro.

Viene a nuestra mente aquella vieja ley de los años 40 o 50 por la cual el régimen peronista congeló todos los alquileres y prohibió los desalojos provocando el verdadero desastre inmobiliario que provocó. Esa le duró más de 30 años y había gente que directamente regalaba sus propiedades a los inquilinos porque debía pagar más impuestos por ellas que lo que percibían de alquiler. De ese esquema perverso se salió en los años 70 mediante el recurso de ir pasando a valores de mercado porcentajes de los alquileres en períodos trimestrales o semestrales. Luego hubo otras intervenciones en ese mercado en los años 80 y hoy hay problemas también especialmente por la inflación, pero el problema madre, el desastre original, fue corregido.

Acá estamos en la misma. Uno oye en la radio infinidad de situaciones. Gente que alquila o que no tiene el recibo de la luz a su nombre. Gente que vive sola o trabaja todo el día y consume poca energía pero no es que no pueda pagarla. Gente que recibe visitas de familiares en determinadas épocas del año y por lo tanto su consumo se incrementa y salta a la escala siguiente. Y así siguiendo.

Por eso es que consideramos que estas cuestiones, en tren de aplicarse, deben hacerse mediante un trabajo de campo. Un censo. Caso por caso.

A esto debe agregarse un cierto gradualismo. Y también la certeza de que el esquema irá siendo abandonado en el tiempo, como en el ejemplo citado de los alquileres.

Porque acá se planteó un verdadero galimatías que ha dado lugar a infinidad de comentarios y análisis que no van, en absoluto, al fondo de la cuestión.

Que nuestro amable lector se tome el trabajo de ver, por ejemplo, la cantidad de tributos que incluye una factura de luz, y que NO SE HAN TOCADO. Hay provincias y municipios que hasta “tasa de ambulancias” incluyen. Claro, es fácil cobrar impuestos en una factura de luz, porque nadie deja de pagar por miedo a que le corten el servicio.

Pongamos a continuación un ejemplo, de una persona que vive en el GBA y tiene el servicio de Edenor.

Impuestos, tasas y otras yerbas francamente inexplicables:

  • Impuesto al valor agregado
  • Contribución municipal
  • Contribución provincial
  • Impuesto Pcia. De Bs.As. leyes 7290/67 y 8016/73
  • Fondo Pcia de Bs.As. ley 9038
  • Fondo Pcia de Santa Cruz (¡!) ley 23681
  • Cargo Res SE 745/05 estabilizado
  • A cuenta ajuste anual FEP

Por supuesto que como contracara de esto, figura el subsidio al consumo, que en el ejemplo transcripto es prácticamente las ¾ partes del consumo total, lo cual hace que una factura bimestral para un departamento en una zona residencial pague en total $58,48. Menos de 30 pesos por mes. Un verdadero absurdo.

Pero hay que tener en cuenta que las personas se acostumbran a pagar cifras ridículas y destinan parte de sus ingresos a otras actividades. Revertir esto y de golpe multiplicar esta factura por 5 o 6 va a originar conflictos. Sobre todo si por otra parte otros consumos también sufrirán aumentos.

Y finalmente un parrafito para lo “social”. “Social” es todo, o debería serlo. De tal manera que quien no puede pagar la tarifa plena de luz, se supone que tampoco puede pagar el precio completo de una gaseosa, de un quilo de pan, de un par de zapatillas o de lo que sea. Caemos entonces en la entelequia de que todo debe ser “social”, que es un poco lo que buscaba el gobierno anterior con sus planes “para todos” (carne, cerdo, pescado, milanesas…) que por supuesto fueron un reverendo fiasco. Como aquello de enviar al planeta entero a comprar al Mercado Central porque es más barato.

Ahora bien, si pretendemos que TODO tenga una “tarifa social”, que todo sea barato, que la ganancia sea baja, o que directamente no se gane dinero ¿cómo haremos para que lleguen inversiones y den trabajo digno a la gente? Esta pregunta jamás la ha respondido el populismo, ni en la Argentina ni en el mundo entero. Por eso países como Venezuela que nadan en petróleo están sumidos en la miseria en la que están.

Como decimos al principio, intentamos no desviarnos del problema central que nos ocupa que es el esquema tarifario de la energía eléctrica. Lo hicimos tanto como pudimos, porque a veces los ejemplos deben tomarse de otros rubros.

Lo cierto es que sólo es posible ordenar la economía si son tomados en cuenta todos los aspectos, y especialmente si no se castiga el éxito.

Todos los planes promocionales, todas las “cajitas felices” apuntan siempre a reducciones de impuestos o de cargas sociales; eso y confesar que tanto los impuestos como las cargas sociales son carísimas, es lo mismo. Ponerse las pilas y encarar un plan integral es lo urgente.

Esto que se ha hecho es un parche de consecuencias imprevisibles, y que posiblemente obligue a aplicar correcciones y a dar marcha atrás en una buena medida, como ya ocurriera durante el gobierno de Néstor y de Cristina Kirchner.

Buenos Aires, 30 de enero de 2016

HÉCTOR BLAS TRILLO

Ganancias y Bienes Personales: Dos Impuestos Depresivos

Hoy se lleva adelante una huelga general en la Argentina. Un “paro general”, como usualmente se le llama.


La principal bandera que han levantado los gremios organizadores del paro, está el pedido de terminar con el impuesto a las ganancias aplicado sobre los salarios. En realidad el pedido no es nuevo. Hace ya varios años que desde diversos sectores arrecian las críticas contra este impuesto.

Desde el gobierno se sostiene que es necesario cobrarlo, que la cantidad de trabajadores que lo pagan no es significativa, y que es imprescindible para la aplicación de medidas “redistributivas” que nuestros gobernantes consideran de estricta justicia.

Más allá de las declaraciones de algunos funcionarios y también de los sindicalistas, e incluso más allá de las opiniones de periodistas especializados o no, lo cierto es que el impuesto a las ganancias grava en la Argentina los sueldos y las jubilaciones, y lo hace cada día con mayor presión, en la medida en que mientras la inflación continúa su curso, los valores permanecen constantes.


La ley que creó este impuesto, que lleva el número 20.628 y fue promulgada el 31 de diciembre de 1973, dispone en su artículo 25 que los valores absolutos que surgen de la misma deben ser actualizados anualmente por la AFIP sobre la base de datos que aporte el INDEC.

Como es obvio, hace ya demasiados años que esto no ocurre, que este artículo no se cumple. En parte porque ha sido considerado suspendido por aplicación de la ley de convertibilidad (todavía vigente en materia de suspensión del ajuste por inflación); y en buena medida porque se ha resuelto transferir la responsabilidad de ajustar valores directamente al Poder Ejecutivo, que finalmente y sin cálculo matemático alguno que se base en estadísticas de inflación, ajusta cuando y como quiere el mínimo no imponible y las cargas de familia.

Y precisamente la falta de cumplimiento de reglas claras y matemáticas de ajuste de valores teniendo en cuenta la pérdida de valor de la moneda, ha hecho que el universo de contribuyentes crezca día a día, generando las inequidades que todos vemos hoy en día.


El impuesto a las ganancias vino a reemplazar a tres impuestos. El primero, que es el padre de la criatura, es el impuesto a los réditos, que se basa en los mismos principios y categorías que el hoy vigente. El segundo es un impuesto que se llamaba “a las ganancias eventuales”, que quedó subsumido. Y el tercero un impuesto que se denominaba “a la venta de valores mobiliarios”, que también en buena medida quedó incluido dentro del impuesto a las ganancias. No es cierto que este impuesto haya sido creado por Perón, como dijera días pasados el ministro de economía. Porque en verdad lo que se hizo fue subsumir impuestos menores dentro del impuesto general a los réditos, al que se le cambió el nombre.

La gran discusión doctrinaria es, desde siempre, si el salario es una ganancia o no lo es. Obviamente, si vamos al diccionario, claramente un sueldo no es una ganancia sino el precio del trabajo, la remuneración. La ganancia es utilidad proveniente de un negocio o de un trato.

Pero la verdad es que esta discusión se ha reflotado en estas horas debido al evidente atraso de los valores deducibles, que es lo que hace que cada vez más trabajadores, con un sueldo a valores constantes cada vez menor, tenga que pagar este impuesto.

El verdadero sofisma es que mientras el gobierno discute la necesidad de cobrar el impuesto a las ganancias, soslaya el hecho de que cada día cobra un impuesto mayor, como consecuencia de la pérdida de valor de la moneda. Porque acá la cuestión no es tanto que se cobra el impuesto, sino que cada vez se cobra más impuesto a valores constantes. Mediante este artilugio el Estado ingresa cada vez más cantidad de dinero a valores constantes, no el mismo dinero.

En cuanto al impuesto sobre los bienes personales, permanentemente se repite que este impuesto grava la riqueza. Y esto no es estrictamente así. Porque este impuesto grava a los activos, como lo hace el impuesto inmobiliario o el impuesto automotor (patente). Es decir, se trata de un impuesto a los activos, no al patrimonio. Excepto cuando se trata de una única propiedad destinada a vivienda, en cuyo caso es posible descontar el crédito hipotecario utilizado para la compra; o las acciones, que se toman al valor patrimonial proporcional, o a su cotización, el impuesto sobre los bienes personales grava los activos.

Y fíjese, amable lector, que el tal impuesto iba a nacer con el pomposo nombre de “impuesto a las manifestaciones conspicuas de riqueza”. Es decir, más allá de la evidente inquina hacia los poseedores de riqueza, incluía el error conceptual de considerar riqueza al activo, sin descontar el pasivo.

Como sabemos, la denominación cambió aún antes de nacer, y así quedó como “impuesto sobre los bienes personales”. Un nombre bastante raro, si se quiere, porque “bienes personales” parece querer señalar aquello que es privativo de cada uno, siendo que en este caso se trata de bienes familiares. Mucho más apropiado sería denominarlo “a los activos”, pero ese nombre ya había sido usado para otro puesto, antecesor del hoy llamado “a la ganancia mínima presunta”.

Lo cierto es que el impuesto sobre los bienes personales grava con una tasa que arranca en el 0,5% del activo, cuando éste supera, al 31 de diciembre de cada año, la cifra de $ 305.000.-. Un importe absolutamente ridículo, que representa al cambio oficial algo más de 30.000 dólares. Piense en “las manifestaciones conspicuas de riqueza” y sonría, amable lector.

Pero hay más: este impuesto tenía un mínimo no imponible de $ 102.300, valor que estaba exento del impuesto y que equivalía a la misma cifra en dólares. Esto equivale a aproximadamente $ 1.000.000 al cambio oficial. Pero hay más: anteriormente el mínimo exento no era alcanzado por el impuesto en ningún caso, mientras que actualmente, si sobrepasamos un activo de $ 305.000, se paga impuesto sobre todo el activo. Si una persona consigue un préstamo de un millón de dólares el 31 de diciembre, aunque lo deba íntegro, debe pagar el impuesto. Por eso vale aclarar que si bien puede ser un impuesto “a la riqueza”, también puede no serlo en absoluto.

Nos hemos tomado el atrevimiento de llamar a estos impuestos “depresivos”. Lo hicimos porque verdaderamente son impuestos que deprimen el ánimo de cualquiera. Gravar el salario desalienta al trabajador, obviamente. Y gravar un activo tan exiguo hace pensar seriamente en las buenas intenciones de un gobierno que se define a sí mismo como “progresista”.

Además se utilizan argumentos que son sofísticos. Ni en un caso ni en el otro estamos hablando del respeto del llamado espíritu del legislador. Es obvio que se buscaba gravar con estos impuestos a una determinada capacidad contributiva, pero esto ha sido abandonado.

Y lo que correspondería es que los gobernantes le dijeran al pueblo que el tal espíritu fue abandonado y que cada día se cobra más impuesto a más gente mediante el artilugio de no reconocer la pérdida de valor de la moneda. Porque esta es la verdad.

El Poder Ejecutivo no está autorizado a dictar nuevos gravámenes, pero en la práctica es lo que hace mediante este recurso. Emite moneda sin respaldo, por lo tanto la moneda pierde valor. Eso de por sí es un impuesto que se le cobra a toda la población. El llamado impuesto inflacionario. Luego no ajusta los valores y cobra más impuesto a las ganancias y más impuesto sobre los bienes personales. Seriamente esto no responde a ninguna lógica tributaria más o menos seria, y muchísimo menos progresista. O progresiva.

Que desde ciertos sectores se pida directamente la abolición del impuesto a las ganancias a los trabajadores en particular, no es equivalente a que se ajusten los valores para volver al espíritu original. Son dos conceptos diferentes. El primero va más allá de la ley vigente, el segundo avasalla dicha ley.

Y un aspecto final que volvemos a señalar (en realidad todo lo que aquí decimos lo hemos dicho muchas veces). Siempre se habla del impuesto a la renta financiera para reemplazar la abolición de estos gravámenes. La renta financiera ya paga impuesto cuando se trata de sociedades comerciales. Solamente los particulares están libres de gravamen, pero únicamente cuando operan en el marco de la ley de entidades financieras (Bolsa, bancos, títulos valores públicos que cotizan, acciones, etc.). También está gravada la ganancia proveniente de la venta de acciones que no cotizan en Bolsa. Y cualquier operación financiera celebrada entre partes sin intervención de bancos o entidades financieras, también lo está. Suena simpático buscar siempre la salida por el lado de gravar la “renta financiera”, pero en verdad la operatoria particular en las condiciones descriptas, no alcanza al 10% del total. Y es conveniente destacar que hay que tener mucho cuidado con esto, porque si por ejemplo se gravan los intereses percibidos por los plazos fijos, como ya ha ocurrido en otras épocas, la presión sobre las tasas de interés puede ser muy grande; para que el Estado obtenga recursos muy pequeños.

HÉCTOR BLAS TRILLO Buenos Aires, 31 de marzo de 2015

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