El camino de la inflación reprimida termina en el caos y la paralización. Cuanto más empuja la inflación los precios hacia arriba, tanto más refuerza el Estado la presión de su aparato represivo. Pero cuanto más ficticio se hace el sistema de los precios controlados, tanto mayor es el caos económico y el descontento general y tanto más se debilita la autoridad de Gobierno o su pretensión de seguir ostentando un carácter Wilhelm Röpke
Prácticamente desde la salida de la llamada convertibilidad, los gobiernos que se sucedieron en la Argentina llevaron adelante una política de expansión monetaria mediante la subvaluación del tipo de cambio con emisión de moneda.
Esta política fue de cierta utilidad en los primeros tramos, cuando la crisis económica local y la desocupación subsecuente podían aguantar debido entre otras cosas a la enorme capacidad ociosa resultante. En aquellos primeros dos años, la pérdida de la riqueza de los habitantes mediante el recurso devaluatorio, y la licuación de pasivos estatales por la misma razón, contribuyeron en gran medida a que la emisión de moneda espuria no repercutiera seriamente en los precios y en los salarios. Pero una vez llevado a cabo el ajuste inicial donde cada sector debió asumir las pérdidas en beneficio de un Estado que dejó en el camino a ahorristas, acreedores, tenedores de pesos convertibles y propietarios en general, el proceso inflacionario empezó a desarrollarse con intensidad.
Fue entonces, hacia mediados de 2005, que las voces de alarma empezaron a socavar el discurso del modelo industrialista , más que nada porque la realidad comenzaba a imponerse. El por entonces todavía ministro Roberto Lavagna abandonó el criterio de que los impuestos a las exportaciones eran transitorios, distorsivos y tendientes a paliar la crisis en los sectores más débiles hasta que la economía se recuperara. Es que la economía iba poco a poco volviendo a los niveles de 1998 y las presiones inflacionarias comenzaban a mostrarse en su verdadera dimensión.
El canje de la deuda externa en ese mismo año cerró otra parte del aprovechamiento del Estado argentino que tuvo como víctimas a todos aquellos que le prestaron dinero al país. La inmensa licuación de la deuda alcanzaba, según las expresiones jactanciosas del Dr. Néstor Kirchner (hablaba entonces y ahora de ahorro , cuando en verdad se trataba y se trata de una genuina apropiación) a la friolera de 67.000 millones de dólares. El Estado, el mayor deudor de la historia del país, se favorecía inmensamente a expensas de los crédulos, como diría el propio Lavagna en otras palabras.
La reforma del Estado, de la que tanto se había hablado incluso en tiempos del Dr. Duhalde y del mismo ministro de economía, rápidamente fue archivada. Y mientras los gobernantes gastaban alegremente los recursos obtenidos mediante el artilugio devaluatorio, todos los economistas aceptaban que teníamos un superávit primario del orden de los 3 o 4 puntos del P.B.I.
Más allá de las subas de los precios de las materias primas en el ámbito internacional, la Argentina no había hecho absolutamente nada para ser más eficiente y competitiva en el mundo. Ni había hecho, ni hace. No había, ni hay, por lo tanto, casi ninguna razón para atribuirse méritos por lograr el tan mentado superávit fiscal de hace algunos años. Si hubo algún superávit , éste provino de los ahorros del default, de la devaluación que bajó dramáticamente los gastos del Estado en moneda dura, y de la aplicación de impuestos a las exportaciones y a los débitos y créditos bancarios.
En la segunda mitad del 2005, el Dr. Lavagna inició el proceso de castigo a aquellos productores que subían los precios, como si tal suba fuera consecuencia de una suerte de conjura avarienta.
El dato no es menor. Pero también es cierto que la pérdida de valor de la divisa norteamericana hizo creer a muchos que los aumentos de los precios internacionales eran en su totalidad tal cosa, cuando en una buena proporción tales aumentos no eran otra cosa que ajustes por pérdida de valor de la moneda. Con todo, el fenómeno del alza de los valores internacionales de granos, oleaginosas, petróleo y otros fue realmente extraordinario y permitió una importantísima expansión.
Cuando la economía local empezó a mostrar los efectos inflacionarios producto de la enorme inyección de moneda en forma de subsidios, obra pública, gasto político, etc. que el gobierno consideraba superávit producido por los impuestos a la exportación; apareció el verdadero problema en toda su dimensión.
Fue entonces cuando el Dr. Lavagna inició el derrotero de castigar a quienes aumentaban los precios, como si los aumentos fueran consecuencia de una cierta mala onda o viveza y no el resultado de un aumento generalizado de la cantidad de circulante y la presión de la demanda agregada. No sólo eso. El desfase entre los precios en el mercado internacional versus el mercado local pretendió subsanarse con los impuestos a las exportación. Más de una vez hemos escuchado al por entonces ministro hablar de castigo a los díscolos, y de primates de la economía a quienes no estaban de acuerdo con su punto de vista. De inmediato se iniciaron los acuerdos de precios, que el gobierno se resistía a llamar control. Y el propio presidente Kirchner salió públicamente a atacar a una petrolera por el incremento del precio del gasoil.
Cuando a comienzos de 2006 se produjo la renuncia del Dr. Lavagna, el ministerio de economía quedó en manos de Felisa Miceli, quien en su primer discurso habló del control de la inflación por la vía de los controles de precios. En el medio quedaban las pegatinas tratando de pillos a los productores agropecuarios y otras lindezas comparables, fácilmente, a lo que hoy ocurre en Venezuela.
Finalmente, a comienzos de 2007 el gobierno argentino decidió cortar por lo sano: atacar al mensajero. El secretario de comercio, designado unos meses antes por Néstor Kirchner, intervino de manera verbal al I.N.D.E.C.. Se hizo cargo sin dejarlo escrito en ninguna parte, tal como hace habitualmente por lo demás. Se inició entonces el patético proceso de dibujar los índices. Es decir, de mostrar una realidad que no es tal, dado que la realidad no podía cambiarse. Se desplazó a los funcionarios técnicos de carrera y se designó en su lugar a grupos de allegados al punto de vista oficial, que básicamente es inverso a la lógica de cualquier encuestador: hacer que el resultado no pase de una cierta cifra en lugar de arribar a la cifra que originen los cálculos.
Es obvio de toda obviedad que ninguno de los métodos elegidos para el supuesto combate de la inflación ha dado el menor resultado. Más bien todo lo contrario. El incremento de la masa monetaria es casi una constante. El gasto público sube a un ritmo superior al 40% anual mientras la tasa del IPC (precios al consumidor) arroja menos del 10%. Y los ingresos fiscales (cargados de irregularidades como por ejemplo registrar como tales las retenciones y percepciones indebidas de impuestos) lo hacen a poco más de un 30%. Un valor al que aún despejándolo de mejoras recaudatorias o del crecimiento de la economía está a todas luces alejado de la tasa de inflación oficial, dejando al descubierto una vez más la burda patraña. El espectacular gasto se cubre con emisión de moneda proveniente entre otras cosas de las ganancias del Banco Central producto de la pérdida de valor del peso. Un verdadero sofisma.
Los acuerdos salariales de estos últimos tiempos han sido cuestionados en diversos sectores por considerar que son generadores de inflación, cuando en realidad lo único que hacen es reconocer la inflación existente. Las subas en los precios no generan la inflación, sino que la inflación genera las subas de precios. Y los salarios, guste o no, son el precio del trabajo.
Luego de seis largos años de inflar el tipo de cambio para convertir en competitiva a una economía que no lo es, el mecanismo no da para más. Ahora es necesario contenerlo, de manera de frenar con este nuevo artilugio monetario la tasa de inflación. Con las subas de salarios y de precios al consumidor en torno del 30 o del 40% anual es obvio que el retraso cambiario se acelera rápidamente, tal como ha ocurrido en innúmeras oportunidades en la Argentina.
El superávit que otrora provenía de los impuestos a las exportaciones aprovechando el tipo de cambio alto y los precios de las commodities ha sido absorbido por el gasto estatal en la maraña de subsidios cruzados y ayudas sociales de todo tipo. El perverso mecanismo de pretender transformar la realidad mediante el recurso de dar dinero se choca con la evidencia.
Mientras precios y tarifas subsidiados ocultan la tasa real de inflación mucho más allá incluso de las torpes patrañas del I.N.D.E.C. las ayudas sociales en dinero o en especies pretenden mostrarnos un índice de pobreza fraguado por la dádiva. Las inversiones externas se han retirado de estas playas. Ninguna empresa de envergadura a nivel internacional tiene prácticamente proyectos de inversión en la Argentina, a excepción hecha de aquellas que pueden tener intereses creados dentro del espacio que también el Dr. Lavagna calificó de capitalismo de amigos. Y no mucho más.
Los problemas causados a la industria de la alimentación son muy grandes. No solamente por lo que está ocurriendo debido a la prohibición fáctica de las importaciones, que ha dado lugar a represalias de parte de China como es el caso del aceite de soja; sino también en el mercado de las carnes, del trigo y del maíz. El intervencionismo con ánimos regulatorios de precios ha sido y es nefasto. Si observamos el mercado de la energía podemos ver que, luego de largos años de subsidios y controles, prácticamente nos hemos consumido las reservas gasíferas y petrolíferas, siendo imperioso recurrir al gas boliviano o de Trinidad y Tobago, al fueloil o al gasoil de Venezuela y otros países, y a la electricidad brasileña. Si bien se han anunciado inversiones en exploración petrolera, éstas están vinculadas directamente con las promesas de un mercado externo liberado para las nuevas iniciativas, con facilidades fiscales y crediticias. Es decir, en un marco regulatorio de transferencias de ingresos de quienes están a quienes llegan. Más de lo mismo, porque lo que pudiera obtenerse en un lado, se gastará en el otro. Así de triste es la realidad argentina.
Los precios suben porque el mercado los paga. Y esta realidad pretende ser negada una y otra vez no solamente por mediocres políticos de esta parte del continente americano. No es solamente cuestión de oportunismo o de populismo. La confusión se extiende al mundo entero y son muchos los países que han pretendido y pretenden tocar el cielo con las manos mediante recursos regulatorios decididos por unos cuantos funcionarios entre cuatro paredes. Así se suceden las crisis, como ahora la europea.
Röpke tenía muy en claro las cosas: el camino de la inflación reprimida termina en caos y paralización. Y a todo ello hay que sumarle en la Argentina la falta de seguridad jurídica, que es el genuino corolario de la negación del mercado. La panacea de éste se ha convertido en la panacea del Estado. Una verdadera torpeza.
HÉCTOR BLAS TRILLO RAMOS MEJÍA, 22 DE MAYO DE 2010
www.hectortrillo.com.ar
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