Los bienes suntuarios y el Estado de Derecho
Cuando apenas éramos adolescentes e ingresábamos a la Facultad de Ciencias Económicas de la Ciudad de Buenos Aires, nos sorprendíamos cotidianamente oyendo e incorporando más tarde nuevas palabras a nuestro vocabulario. La economía tiene, como toda ciencia, su lenguaje propio, su cadencia, su jerga.
Así, a poco andar, descubrimos, entre tantas, una palabreja que hasta entonces nos había sido vedada por nuestro escaso conocimiento en esas lides: suntuario.
Observamos en el discurrir del estudio de la tributación, que aquello que para las autoridades era considerado suntuario, era gravado a tasas mayores, con el argumento de que, justamente, por ser suntuario , quien quisiera los bienes (o servicios) incluidos en el rubro, debería pagarlos proporcionalmente más caros.
Claro, dado que el mayor precio desalienta el consumo, estos bienes, pensábamos, dejarían de consumirse, o el consumo sería reducido también más que proporcionalmente, logrando de esta forma un extraño efecto: que quien hubiera querido disfrutarlos, dejara de hacerlo.
Es que suntuario es aquello vinculado con el lujo, con la demasía, con el exceso de bienes innecesarios, dice el diccionario de la RAE poco más o menos. Luego decidir qué bienes entran en esta categoría no es un tema menor. A su vez, resulta violado el principio de la igualdad como base del impuesto y de las cargas públicas.
Alguna vez le planteamos a nuestro profesor de Impuestos I el curioso galimatías que para nosotros significaba intentar que algo se consuma menos o se pague más caro que lo que proporcionalmente correspondería, siendo que de ese modo la ley de oferta y demanda terminaría poniendo las cosas en su lugar, desalentando o bajando su consumo, mermando la recaudación tributaria, y reduciendo o directamente dejando sin trabajo a los productores de tales bienes.
En esos tiempos todavía éramos demasiado jóvenes como para poner en tela de juicio otro efecto que al cabo la propia experiencia nos fue mostrando: el paso del tiempo hace que aquello que mucha gente podría considerar lujoso en una época, pase a ser indispensable pocos años después. Y que lo que para unos es un lujo, para otros es una necesidad imperiosa. A su vez existen bienes que mientras para algunos son extremadamente preciados, para otros resultan absolutamente indiferentes.
También comenzamos a reflexionar sobre otro interesante detalle a nuestro modo de ver: ciertos bienes en algunas sociedades o naciones resultan imprescindibles, mientras que en otras pueden considerarse verdaderas excelsitudes.
En otras palabras, concluimos, sin saberlo, aceptando lo que podríamos llamar la teoría de la relatividad aplicada a la economía.
El tiempo, el lugar, el precio relativo, las preferencias personales; jugaban y juegan un papel fundamental en lo que se vincula con la necesidad. Pero no es todo.
Hay también factores imponderables que convierten en estrictamente necesario aquello que hasta ayer nomás era poco reclamado.
Y también puede ocurrir que mientras para unos es imprescindible contar por ejemplo con un aire acondicionado, para otros puede resultar contrario a su salud y preferir en su lugar el modesto ventilador o incluso el abanico.
Y así damos en el otro punto al que queríamos llegar: ¿Es suntuario aquello que es caro únicamente? ¿O será suntuario también aquello que siendo barato resulta lujoso y sobrante, que por lo demás no son la misma cosa? Tranquilamente podemos vivir sin golosinas y sin gaseosas. Podemos arreglarnos con ropa elaborada en serie y de segundas marcas y podemos, en definitiva, vivir como lo hacían nuestros abuelos a costos muy inferiores a los que normalmente se manejan hoy. De hecho, mucha gente vive a valores muy inferiores, y no estamos hablando de indigencia. Si no lo hacemos es porque nuestras posibilidades económicas nos lo permiten. Y al hablar de posibilidades hablamos genéricamente también de precios y de ingresos.
Mucha gente, sobre todo mayor, se arregla con muy poco. Mientras otra no puede prescindir de cremas y afeites varios para conservar la tersura de su piel, calzar zapatos o lucir trajes de afamadas marcas para concurrir a una reunión social o simplemente para mostrarse mejor. Sin ir más lejos (y hablamos en este caso siempre de la ciudad e Buenos Aires), todavía existían las pelotas de trapo con las que organizábamos los picados.
En definitiva concluimos (hace ya muchos años) que aquello que se considera suntuario puede no serlo más un buen día. O no haberlo sido nunca. Mientras que aquello que jamás fue tomado como lujoso bien puede haberlo sido siempre sin que los funcionarios encargados de aplicar discriminatorias gabelas se hubieran dado cuenta.
O, tal vez, sí se hayan dado cuenta pero resultaba y resulta ser políticamente incorrecto modificar la tendencia.
Lo cierto es que, volviendo al principio de estas reflexiones, el efecto que logran representantes y funcionarios al establecer impuestos desproporcionados contribuye, en verdad, a nivelar para abajo. Deja sin trabajo a mucha gente y no recauda más impuestos. Pero consigue que quienes desean disfrutar de ciertos bienes no puedan hacerlo o se les dificulte o encarezca sobremanera. Suena bastante parecido a la envidia ¿no?.
¿Nos dirá el amable lector que esto tal vez tenga que ver con las tarifas y sobrecargos de la electricidad o el gas? ¿Acaso con la tenencia de automóviles más caros o con la realización de viajes al exterior? ¿Quizás con el repetido adagio de que quien más tiene más paga al que nos hemos referido en otras oportunidades?
Quizá recuerde entonces que a poco de iniciado el gobierno de la Alianza en 1999 se produjo el famoso impuestazo del Dr. Machinea que estableció, entre otras cosas, un impuesto adicional al agua mineral, dado que los pobres toman agua de la canilla. O tal vez soda, vaya uno a saber.
¿Cuántos impuestos tiene una factura de agua corriente, por ejemplo? Fácilmente el 50 o el 60% del valor que se paga. Entiéndasenos: una factura de $ 100 conlleva impuestos por aproximadamente $ 57, según las estimaciones que profesionalmente se hacen de la carga impositiva total. Es decir que el agua corriente cuesta 43 pesos y el resto son impuestos. El cálculo surge de tomar los impuestos explícitos en la factura, más lo que no figuran allí, tales como Ganancias, Ingresos Brutos, Ganancia Mínima Presunta, Bienes Personales Responsable sustituto, y todas las demás cargas y gabelas incluyendo en ellas las contribuciones previsionales y las diversas tasas nacionales, provinciales y municipales.
¿Qué porcentaje representa este valor? Siéntese el lector: ¡El 132%!
Y estas gabelas las aplica el mismo funcionario que luego revisa las listas de productos para elegir aquellos que habrá de considerar suntuarios para proponer para ellos alícuotas adicionales.
Alguna vez relatamos que un ministro a cargo de las obras públicas de los años 80 dijo que su gobierno había comenzado a colocar medidores de agua para evitar su derroche. Y que se había comenzado por la zona norte, donde abundan las piscinas. Este buen señor mostraba así la pátina que muestran los inventores del suntuarismo. ¡Es que en verdad, quien consume agua para llenar su piscina, gasta mucha agua, pero no la derrocha! La derrocha quien deja una canilla abierta o la manguera regando la vereda durante horas.
El funcionario de marras no se dio cuenta del detalle y el entrevistador tampoco. Ese es el principal problema. Porque en definitiva los funcionarios actúan sobre la base de una determinada mentalidad. Esa mentalidad no es patrimonio exclusivo de los funcionarios, obviamente.
Alguna vez un periodista que solía hablar, como Kirchner, de la angurria empresaria , (que no la suya propia) se refirió a un accidente de aviación, ocurrido frente a las costas norteamericanas, como causado por cortocircuitos originados en las pantallas interactivas colocadas en los respaldos de los asientos. Casi disfrutaba describiendo el hecho de que la desgracia se había producido porque cierta burguesía pretendía disfrutar de un vuelo más placentero. No usó esas palabras, pero se notaba en el tono una suerte de goce ante la desgracia. Cosa que seguramente negará con todas sus fuerzas, pero que resultaba indisimulable.
Es que ese avión con tantas comodidades resultaba suntuario como tal y por lo tanto resultaba difícil de soportar que alguien pudiera disfrutarlo.
Ese periodista aún trabaja en los medios, aunque no tiene la preponderancia de otros. No tiene importancia nombrarlo. Aunque tal vez no falten quienes lo ubiquen y reconozcan.
La triste realidad es que la retracción de consumo de esta clase de bienes por su excesiva carga tributaria no convierte en pobres a los ricos ni en ricos a los pobres. Tan solo es la neurótica necesidad de sentir que quien puede gozar no habrá de hacerlo porque se lo impedimos.
En aquellos años juveniles que describimos al comienzo de estas líneas, estaba de moda una canción de protesta, como le decíamos entonces, que provenía, si no recordamos mal, de los tiempos de la guerra civil española y que en un par de sus versos rezaba algo así como que habrá de llegar el día en que la tortilla se invierta, y los pobres coman pan, y los ricos mierda...
Quienes la cantaban y gozaban con ella, tal vez no notaron nunca que el afán igualitario que a la vez proclamaban, habría de indicar antes y ahora que todos debían comer pan. Y no como tristemente repetía el estribillo, que lo harían en venganza y que ahora los ricos comerían mierda como antes la habían comido los pobres. Es decir, lo que proclama esta línea argumental es una igualdad que en verdad sólo puede conseguirse nivelando para abajo, porque en la vida hay personas más capaces que otras. Pero cuando acercamos un poco la lupa vemos que en verdad a lo que se apunta es a que los otros no disfruten de aquello que no podemos disfrutar nosotros. Y llevado al extremo, que esos otros coman mierda o se caigan con su avión y se mueran. En este último caso obviamente que la apreciación es inconsciente, en el primero es explícita y hasta convertida en estribillo de una canción de guerra.
La pobreza inmanente es la del espíritu. Y la venganza como norte solo conduce al desastre. Al desastre como sociedad, como nación.
Si verdaderamente se quiere cumplir con el espíritu de la Constitución a lo que hay que apuntar es a la igualdad de los impuestos y de las cargas públicas. A la igualdad ante la ley. Operar en sentido inverso no solamente no es cumplir con la ley fundamental, que en todo caso es un bien jurídico, es partir de la idea de que quienes son mejores deben repartir o no disfrutar de su bienestar. Y es así como finalmente huyen capitales y personas. Y finalmente baja la inversión, se pierden empleos y baja la calidad de vida de toda la comunidad.
Hablábamos del tiempo. El tiempo convierte en popular aquello que alguna vez pudo haber sido exclusivo. El automóvil, el avión, la computadora, el teléfono celular, lo que sea, no hace tanto eran preciados bienes de los que muy pocos disfrutaban. La accesibilidad se logra no debilitando a quien los produce, no discriminándolo.
El día en que en la Argentina se reflexione sobre estos temas (y tal vez otros que no acuden a nuestra memoria en estos momentos), habremos empezado a admirar a quienes creativamente desarrollan su capacidad y su inventiva, y con tales recursos se vuelven adinerados. Y no como consecuencia del nepotismo de los cargos públicos o de pegarla en algún programa de TV.
Y una palabritas finales para el dinero y la riqueza. La posesión de riquezas suele ser bastante castigada por ciertos moralistas. Los argumentos más usados van hacia el lado de quien posee se vuelve esclavo de sus riquezas, avaro o lo que sea. En una sociedad libre todos tenemos derecho de hacer con nuestros bienes lo que queramos. Y nadie tiene derecho a quitárnoslos porque considera que son muchos. Y el Estado tiene a su vez la obligación de respetar la Constitución y las leyes. Y más allá de eso, tiene la función de respetar la individualidad y también la de promover el bienestar general. Persiguiendo (o combatiendo) al capital no es como se logra mejorar la calidad de vida. Y menos todavía si la persecución es arbitraria o clasista. Los derechos y las garantías de las gentes son esenciales para vida en un Estado de Derecho.
La obligación legal de quienes poseen riquezas es la de pagar sus impuestos y cumplir en general con sus obligaciones como cualquier hijo de vecino. Cualquier exceso de rigor hacia ellos implica una discriminación inaceptable en términos constitucionales. Pero también es la causa fundamental de que las inversiones y las propias personas terminen huyendo de la Argentina. Esta es la razón y el principio liminar de nuestra decadencia.
Buenos Aires, 8 de agosto de 2009 HÉCTOR BLAS TRILLO