Los Impuestos y la Inflación
A estas alturas puedo dar por descontado que todo el mundo conoce el decreto que dictó el gobierno nacional para exonerar del pago del impuesto a las ganancias a las personas físicas que trabajan en relación de dependencia de menores ingresos.
Para que no queden dudas y muy rápidamente, lo que se ha hecho con un decreto presidencial fue exonerar del pago del gravamen a las personas físicas que trabajen en relación de dependencia con ingresos mensuales brutos no superiores a $ 15.000. Adicionalmente, se estableció un incremento del 20% en el mínimo no imponible, en la deducción especial y en las cargas de familia para todos aquellos empleados en relación de dependencia que tengan ingresos brutos entre $15.001 y 25.000 mensuales.
El decreto merece una serie de aclaraciones e interpretaciones porque está pésimamente redactado y no contempla diversas variantes que se producen en la vida laboral cotidiana. Pero no es a esto a lo que quiero referirme.
Tampoco quiero incursionar en el terreno político, aunque la interpretación o el análisis de esta clase de cuestiones nunca pueden ser ajenos a las determinaciones políticas.
En otras oportunidades me he referido al inconmensurable atraso que tiene una serie de mínimos y topes anuales deducibles en este impuesto, como por ejemplo gastos y amortizaciones de automóviles, gastos de sepelio, viáticos, etc. También son destacables los techos a partir de los cuales los agentes de retención deben retener impuesto a los autónomos y comerciantes en general, según lo que señala la RG 830 de la AFIP, sancionada en el año 2000. Todos estos topes provienen del período de la llamada convertibilidad, es decir de cuando un peso equivalía a un dólar. Los gastos y amortizaciones permitidos en determinados casos tienen un techo establecido hace más de 20 años. A esto se suma la prohibición de ajustar los balances por inflación, lo que genera ganancias nominales y ficticias por las cuales se tributa el gravamen.
Y también, la escala de progresividad del artículo 90 de la ley de impuesto a las ganancias, que jamás fue modificada en estos años y por lo tanto sobre las ganancias netas aplica una tasa que crece rápidamente hasta alcanzar el tope del 35% por encima de los $ 120.000 anuales. Para que se tenga una idea, todos estos valores deberían incrementarse teniendo en cuenta la pérdida de valor de la moneda. Si tomamos el tipo de cambio oficial del dólar, estamos hablando de prácticamente 6 veces el valor vigente. Ni qué decir si la medición la hacemos con el dólar de la operatoria con bonos nominados en dólares conocida como “contado con liquidación”, que llevaría a multiplicar los valores por 9.
A los trabajadores autónomos no se les ajusta la deducción especial, que de por sí se eleva 3,8 veces cuando se trabaja en relación de dependencia. Y en el régimen del monotributo se llega al extremo de que una persona con un ingreso mensual bruto de $ 2.000 debe pagar ese gravamen, que es, por ley, sustituto del impuesto a las ganancias y el IVA. Es decir que alguien que recibe un ingreso bruto que es incluso inferior a la jubilación mínima está pagando, sustitutivamente, impuesto a las ganancias e IVA.
Las distorsiones se ven también en otros impuestos. Por ejemplo en Bienes Personales si bien hubo un ajuste hace unos años, se mantiene incólume el piso de $ 305.000 del valor del activo, el cual si se supera obliga a pagar el impuesto sobre el activo total. Resalto lo de activo, que no es un tema menor, porque suele confundirse con patrimonio y no es la misma cosa, obviamente. Alguien puede tener un bien que vale un millón de dólares y deberlo íntegramente, lo cual no evita que deba pagar el impuesto en caso de tener tal bien el 31 de diciembre. Piénsese que este impuesto había sido ideado con el llamativo nombre de “impuesto a las manifestaciones conspicuas de riqueza”. Es decir que alguien con un ACTIVO de, digamos, 40 mil dólares es considerado, al menos en aquella teoría inicial, un potentado. En ganancia mínima presunta el tope del activo para estar exento sigue siendo de $ 200.000. Por lo cualquier actividad comercial con un activo superior a esa cifra, paga el impuesto. Y si se trata de un campo, lo paga con independencia de que desarrolle alguna actividad en él.
El atraso en todos los valores se ha manifestado con más crudeza a partir del año 2006, cuando el proceso inflacionario derivado de la política económica basada en emisión monetaria para mantener artificialmente alto el tipo de cambio empezó a mostrar sus efectos negativos más elementales y obvios: las subas de precios.
Todos estos antecedentes creo que deben llevarnos a reflexionar sobre este nuevo decreto del PEN que pretende en teoría corregir algunas distorsiones. Veamos:
- Por un lado se establece una exoneración, una exención del pago del impuesto a las ganancias a determinadas personas por el solo hecho de tener un ingreso bruto en relación de dependencia menor a 15.000 pesos. Una categoría no prevista en la ley y que requiere una ley.
- Por el otro se fija un incremento de los mínimos no imponibles del 20% para una banda que está entre $ 15.000 y $ 25.000 siempre en relación de dependencia, estableciendo otra categoría privilegiada por un decreto, que sin lugar a dudas también requiere una ley.
- Además, se deja fuera de cualquier ajuste a las personas que trabajan en relación de dependencia y perciben más de $ 25.000.- de sueldo mensual. Y también se deja afuera a todos los demás contribuyentes autónomos, para unos y otros parece que los mínimos no imponibles no han sufrido deterioro inflacionario alguno.
- El método al que se recurre es contrario a derecho, pero además sigue manteniendo la idea de que la presidenta de la república habrá de subir o bajar el pulgar cuando lo considere oportuno, dado que la fijación de valores absolutos, o de porcentajes a partir de valores absolutos, sufre rápidamente el deterioro inflacionario sin ajuste automático posible. En una democracia republicana lo que corresponde es ceñirse a la ley, y no a la voluntad del gobernante de turno.
- Otro elemento que es digno de considerar es que según el decreto de marras, debe colocarse en los recibos de sueldo una leyenda que diga “beneficio del Poder Ejecutivo Nacional, decreto Nº 1242/13”, lo cual implica una suerte de suelto publicitario a favor del gobierno reñido claramente con las más elementales prácticas democráticas. Pero no solo eso.
- Si existe un verdadero atraso en los valores por efecto de la inflación ¿es razonable hablar de “beneficio”? ¿O acaso debería aceptarse que por lo menos a partir de ahora en alguna medida se ha dejado de quitar dinero considerando una supuesta ganancia que no es otra cosa que el producto de la inflación no reconocida?
Insisto en que no es mi intención hacer política de todo esto, que me parece muy lamentable. Pero no puedo dejar de decir que la estratificación de la población según sus ingresos o su forma de trabajo constituye un procedimiento discriminatorio claramente contrario al principio de igualdad ante la ley.
El impuesto a las ganancias es un impuesto de liquidación anual que hace rato ha perdido esa condición, no solamente por la cantidad de retenciones y percepciones que sufren los contribuyentes (incluyendo la insólita percepción del 20% por gastos incurridos en el exterior, que es contraria a la lógica misma del impuesto, que grava ingresos y no gastos), sino por los anticipos que en número de 5 completan el 100% del impuesto ingresado el año anterior, y cuya reducción en caso de no preverse igual ingreso, es factible pero dispara inmediatamente controles y verificaciones varias por parte de la AFIP, lo cual actúa como un elemento claramente intimidatorio, porque por más que uno crea tener las cuentas en orden, a nadie le gusta tener que pasar por inspecciones y revisiones que llevan tiempo y dinero por sí solas. Desde hace ya unos cuantos años, la liquidación del impuesto a las ganancias para los trabajadores en relación de dependencia, se hace en forma mensual. De tal modo, las deducciones anuales que proceden se reparten en los 12 meses, y según los ingresos que van acumulándose, se suman las porciones mensuales de tales deducciones logrando de ese modo que mes a mes el monto retenido por el empleador sea exactamente el que corresponde según la escala proyectada de ingresos y deducciones anuales. Para decirlo cortito: en lugar de tener que oblar el impuesto en el mes de abril del año siguiente, según la idea original del legislador, el mismo se paga mensualmente desde enero del año corriente. Si se considera una inflación anual del 20 o el 30%, todos estos mecanismos anticipatorios de los pagos significan un incremento de la tasa promedio, es decir entre 10 y 15 puntos más de lo que correspondería pagar si se respetara la anualidad. Es verdad que al estar prohibido el ajuste por inflación, estamos hablando de valores nominales, pero de todas maneras el costo financiero debe asumirlo el contribuyente, aparte del costo administrativo de llevar adelante liquidaciones mensuales, por parte del empleador, del mismo contribuyente en el caso de los anticipos, o del agente de retención o de percepción en su caso. Y además, dado que el ingreso se anticipa de tal manera, si el contribuyente trabaja en relación de dependencia y por algún motivo pierde su trabajo, como los cómputos de los mínimos no imponibles son anuales, seguramente quedará con un saldo a favor que deberá intentar repetir, con el consabido desgaste administrativo y burocrático, para tal vez en un futuro no muy lejano poder obtener el dinero oblado de más, claro que sin ajuste por pérdida de valor alguno.
La necesidad de corregir todas estas distorsiones (que son muchas más que las aquí señaladas) es de una obviedad absoluta, pero sin embargo, año tras año el asunto se posterga, lo cual hace que se incremente la recaudación fiscal no por efecto de una mayor o mejor actividad, sino porque se gravan ganancias y activos nominales. La pregunta es, una vez más, si cuando alguna corrección se hace se puede hablar de un “beneficio” que, además, debe ser sustituido por algún otro impuesto. Porque la verdad de esta historia es que se ha recaudado de más como consecuencia de las distorsiones, y por lo tanto no sólo no hay que crear ningún otro impuesto, sino que habría que devolver a los contribuyentes ajustado por inflación todo lo pagado de más en la última década por lo menos.
HÉCTOR BLAS TRILLO Buenos Aires, 29 de agosto de 2013
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